La idea de que el gobierno de Joe Biden en Estados Unidos romperá radicalmente con la política exterior de su predecesor puede acabar siendo tan engañosa como frustrante para muchos. Hay en la conducta internacional de los Estados -de todos- tendencias que se mantienen más allá de los vaivenes políticos internos. Ideas que configuran una suerte de “cultura nacional” que permea la política exterior, y la dota de una peculiar identidad y rasgos específicos. Y, por otro lado, no siempre resulta fácil desandar caminos que han empezado a recorrerse; y no queda, entonces, otra alternativa que ajustar la velocidad y esperar a que el azar -que merecería su propio lugar en el panteón de las Relaciones Internacionales- allane un desvío que pueda aprovecharse.
Rupturas ha habido y las habrá. En el discurso y el tono, en primer lugar. Y en algunas acciones concretas. El retorno a algunas instituciones internacionales -en su sentido más amplio-. La declarada intención de revivir el acuerdo nuclear con Irán, abandonado por Trump. El archivo, en el cuarto de san Alejo, del plan de paz que éste pergeñó para Israel y Palestina. La toma de distancia con Arabia Saudita. La reversión de ciertas medidas migratorias restrictivas y ominosas (ojalá se prestara igual atención a las que aún subsisten).
Porque en ese y otros asuntos ha habido continuidades, algunas con mayor vocación de permanencia que otras. Nada indica que vayan a ser levantadas las sanciones impuestas a Teherán, y, mensajes recientes al margen, la cuestión iraní sigue igual de enredada. A China, Biden le ha reclamado por la situación de los uigures, que la anterior administración calificó de genocidio; y le ha advertido sobre sus “abusos económicos”. La embajada en Israel se mantendrá donde Trump la puso, y se mantendrá también el respaldo a los Acuerdos de Abraham. Como a sus dos antecesores, le suena bien la idea de reducir el “excesivo” despliegue de fuerza estadounidense en el mundo (especialmente, en Medio Oriente)…
Continuidad, también, en lo fundamental, frente a Venezuela.
Maduro es un “brutal dictador” cuya “represión, corrupción y mala gestión han creado una de las crisis humanitarias más graves”. Reconocimiento de la anterior Asamblea Nacional como “la última institución democrática que queda en Venezuela”, y, en consecuencia, de Guaidó como presidente interino, y de ambos como interlocutores. Así las cosas, y ceteris paribus, queda descartado “cualquier contacto directo con Maduro”. Apoyo, eso sí, a una “transición democrática pacífica (…) a través de elecciones presidenciales y parlamentarias libres y justas”. Sanciones “contra los funcionarios del régimen y sus compinches involucrados en corrupción y violaciones de derechos humanos”. Trabajo con aliados y socios afines: “lo haremos con la OEA, lo haremos a través del Grupo Lima (…) y en distintos foros que comparten los mismos objetivos”.
Son las palabras del Departamento de Estado, por ahora.
Hay quienes quisieran haber oído otra cosa. Sobre todo, los que están en Miraflores, sus valedores, sus defensores de oficio, y sus agentes oficiosos.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales