Fernando Botero puso a nuestra patria en la boca, los ojos, la imaginación y el corazón del mundo de una manera maravillosa. Botero murió dejando una extraordinaria y honrosa herencia universal a los colombianos. Su excepcional obra engalana importantes parques, avenidas, lugares públicos y privados de la gran aldea global en que vivimos. Sus cuadros cuelgan en los más destacados museos y galerías y son pocas las personas, amantes del arte o, simplemente, de lo excepcional, que no reconocen la importancia de su obra y lo identifican como colombiano.
El 15 de septiembre le hice una pequeña entrevista, en su estudio, al pintor Fernando Dávila sobre su vida y obra, con el propósito de presentarla en una serie que estoy publicando en Instagram sobre colombianos destacados en Miami. Conversamos, entre otras cosas, sobre el maestro Botero, pues había allí una foto de Dávila, muy joven y aún desconocido, con Botero, ya famoso. Hablamos de la amistad entre ellos desde cuando se conocieron en París, en el Petite Palais y él hizo un muy honroso comentario sobre los oleos, allí expuestos, del joven pintor Dávila.
Aun cuando lamentamos el estado de salud del gran artista, al día siguiente, fue grande y triste la sorpresa cuando nos enteramos de su muerte. Dávila escribió una sentida despedida que hoy les comparto: “Mi gran amigo. Mi maestro. Mi mentor. ¡Qué todas las musas del Olimpo te reciban bailando y cantando como te mereces!
El respeto de Botero por la amistad es algo que se destaca de su personalidad. Fue un amigo leal, sincero y muy querido por sus amigos, sin importar su fama ni su riqueza. Era famosa su reunión anual con sus amigas de juventud, a las que invitaba a donde fuera que él estuviera. Botero fue también un mecenas. No fueron pocos los artistas que recibieron su apoyo para salir adelante, ni pocas la donación de sus valiosas obras a ciudades y fundaciones.
Para mí, la obra de Botero tiene a Colombia en cada pincelada. La composición de sus cuadros, los colores, los sabores y aromas que presentimos, son colombianos, ¡colombianísimos! Así también está nuestra patria en cada curva o ángulo de sus esculturas. Ahí están nuestras mujeres y hombres “abundantes” en todo sentido, nuestros políticos, aquel cardenal, aquel ministro, el presidente con su banda presidencial, cruzándole el pecho, el narcotraficante con el pecho cruzado por cinturones cargados de balas, la prostituta con la guitarra entre las piernas, la imposible paloma de la paz, con su inmovilidad perpetua. Ahí estamos todos retratados en nuestros hogares colombianos, con los santos y las oraciones colgando en coloridas paredes.
Aun en las obras que representan otros espacios del globo, el alma colombiana está presente como una caricatura, con ese humor, cinismo, sarcasmo socarrón, tan propio nuestro, con ese realismo mágico y exuberante, de nuestra tierra; como lo está en cada palabra de los libros de Gabriel García Márquez. Ahí se encuentran estos dos hombres, uno en el arte y otro en las letras, que le dieron nombre y trascendencia internacional a nuestra patria.
Se ha ido un colombiano, ¡colombianísimo! Pero nos ha dejado un cielo iluminado de amarillo, azul y rojo para recordarlo en nuestro suelo y en cualquier lugar del mundo donde su obra orgullosamente nos representa.