El clientelismo es una forma de corrupción, pero nadie hace nada. La Función Pública está llena de clientela; y la empresa privada, también. Yo te recomiendo, tú me recomiendas, nosotros nos recomendamos, en un verdadero carrusel de la contratación, donde el mérito es lo de menos. De nada vale una vida digna, ni un camino honesto, ni una buena formación, ni el ejercicio profesional de calidad. De nada si no se es cliente, si no se tiene patrón.
Hace unos días me acerqué a una influyente mujer pública para ofrecerle mi servicio al país desde un puesto sencillo, armada solo con mi trayectoria honesta y mi vida vivida con esfuerzo y dignidad. Entonces me increpó con un “por qué se fue de mi lado”. Yo le respondí “para crecer”. Sobra decir que sigo desempleada porque no soy parte de clientela alguna. Mis papás me educaron en libertad aunque no me legaron fortuna para ejercerla.
Suena horrible, pero se trata de tener hipotecada la vida a un patrón, a la manera romana, donde el clientelismo tuvo lugar como una institución jurídica legítima, narrada con claridad por Matthew Dillon y Lynda Garland en Ancient Rom: los aristócratas acogían a personas libres de pocos recursos económicos para que progresaran a su amparo, “de manera que ellos (los clientes) pudieran vivir sin envidia y los otros (los patronos) sin faltas al respeto (obsequium) que se debe a un superior. Cuantos más clientes tuviera, a más prestigio (dignitas) accedía un romano que pretendiera ser importante”.
“El clientelismo ha desplazado a la meritocracia a tal punto que el candidato a una posición que no tenga la recomendación de algún personaje influyente, nunca conseguirá ser contratado por más competencias que posea”, leo en el Blog de Juan Carlos Martínez Castro, en El Tiempo.
En Colombia hay que ser “yes man”, como en la película de Jim Carrey (2008) en la que el personaje intenta triunfar diciendo sí a todas las cosas. O vivir en un continuo asentimiento como los sistemas de bombeo mecánico de Ecopetrol, llamados coloquialmente machines.
O peor aún, recrear una de las primeras escenas de El Padrino en la que el muy mafioso Vito Corleone recibe muestras dizque de respeto por parte de los invitados a la boda de su hija, mientras estos, sus clientes, le hacen peticiones de todo tipo y condición.
Cacique, gamonal, jefe. Son patrones, a la manera romana, clientelismo siglo XXI, que aniquilan la meritocracia. Salomón Kalmanovitz, en una columna magistral publicada en 2017 en El Espectador, escribió: “La corrupción no es sólo un problema de malandros. Se trata de todo un sistema político clientelista basado en intercambios de votos por dinero y apoyos electorales por contratos. Los incentivos en su interior premian el crimen y castigan la probidad, promueven a los oportunistas y hunden a los buenos”.
No nos rasguemos las vestiduras con la agonía de “Ser Pilo Paga” o con su transmutación en “Generación E”. Propongo un turbayismo redivivo con la corrupción en su justa medida y la aceptación general de que en Colombia la palanca mata el mérito.
Mientras no cambie la manera de acceder a los puestos, públicos y privados, mientras no se erradique la costumbre de pagar favores a través de la contratación, la corrupción será rentable.