En el mundo católico vivo hoy amanecemos de nuevo con la gran noticia de todos los tiempos: ¡Cristo ha resucitado, en verdad ha resucitado, aleluya! Por más que esto se haya dicho millones de veces a lo largo de la historia, siempre será novedoso, como siempre será un reto creerlo y creer en el resucitado. El hecho es en sí mismo tan extraordinario que la mente y el espíritu humanos tienen que desplegar sus mejores virtudes para abrirle un espacio en la profundidad del corazón. No obstante la potencia de este acontecimiento, la posibilidad de que arraigue rápidamente en el hombre y la mujer no se puede dar por descontada sin más. El apóstol pedirá ver para creer y se le amonestará pidiéndole fe sin ver. Tomás, el que en principio no creyó, representa en todos los tiempos a quienes exigen pruebas para creer.
Entonces, ¿creer hoy en día sería sinónimo de pedir pruebas? Sí y no. Sí, porque en la distancia histórica que nos separa de Jesús humanado, algo tiene que comunicarnos la realidad del gran acontecimiento de la resurrección, o mejor, del resucitado. No, porque es un hecho que está por encima de nuestras categorías espacio-temporales. En realidad, la experiencia de creer, en su esencia más profunda, también está por encima de esos parámetros. Es en últimas un encuentro personal con Jesús que solo Él y el que lo encuentra, lo pueden hacer constar. Esto habría de transformarse en un modo de asumir la existencia que en definitiva no pueda evitar la afirmación de san Pablo: “Vivo, pero no yo, es Cristo quien vive en mí”. Pero no fruto de un raciocino o de un concepto predeterminado, sino de una virtud teologal, la fe, activada para hallar al que es la Vida y la comunica en abundancia.
Pero reconozcamos que hay otras pruebas menores, todas siempre insuficientes y hasta dudosas en ciertas ocasiones. El testimonio de los creyentes, las experiencias de la vida, la huella de la Iglesia, la caridad operativa, los escritos sagrados y hasta las visiones de algunos. Caja de herramientas complicada. Estas pruebas están tan sujetas a las limitaciones de lo humano que, en cualquier momento, más que llevar a creer pueden producir el efecto contrario. Pero en ocasiones despiertan el verdadero deseo de lo inmortal y eterno. Creer hoy en día habría que plantearlo mucho más, y creo mejor, como el reto de hacer un camino interior hacia la fuente luminosa de toda vida y verdad y que no es otra que Dios mismo y su hijo Jesucristo. En el barullo exterior que nos esclaviza es muy difícil cultivar la capacidad de creer. Al contrario, ahí se cultiva y se da con inusitada abundancia la increencia. Cuentan los evangelios que, caminando hacia una aldea llamada Emaús, unos hombres sintieron que les ardía el corazón al escuchar a uno que les hablaba de las Escrituras y que partió para ellos el pan. Fue una tarde. Al final del día pueden suceder cosas importantes. ¡Feliz pascua de resurrección a mis lectores!