Un año de la agresión rusa a Ucrania, y lo que empezó como una “operación especial”, tan veloz como un relámpago (según los cálculos de Putin, a la postre ilusorios, como muchos otros suyos), es hoy una “guerra global”, aunque el combate militar directo se libre, al menos por ahora, en una geografía limitada.
Varias cosas han cambiado desde aquel jueves. Algunos de esos cambios son el resultado de la aceleración de tendencias que ya venían desarrollándose, y que seguirán haciéndolo, cualquiera que sea el giro que tome la confrontación, que no es su determinante absoluto. Otros son como “vino viejo en odres nuevos”, con la potencial y consabida consecuencia evangélica: “los odres se revientan, se derrama el vino y se pierden los odres”. Y otros, quizá, son verdaderas novedades cuyas secuelas dejarán su impronta en el panorama político internacional.
En materia de seguridad, la cuestión de la soberanía y la integridad territorial de los Estados -que de algún modo se daba por resuelta- está otra vez sobre la mesa. Otro tanto puede decirse de la cuestión de las armas nucleares. La más poderosa alianza del planeta, la Otan, se ha reconfigurado, y no sólo en su composición, sino en su peso geopolítico específico.
La “militarización” del suministro de energía, del acceso a alimentos, y de las actividades económicas -vieja práctica de guerra, pero que en la actualidad puede alcanzar dimensiones sin precedentes- ha puesto en entredicho los lugares comunes sobre la “interdependencia” y sus presuntas virtudes; y el mantra de la “autonomía estratégica” se repite con penitente devoción. La incorporación de nuevas tecnologías, como los drones, a la panoplia de los ejércitos, obliga a repensar el arte -y las leyes- de la guerra.
Qué es o qué no es una potencia se ha vuelto una pregunta cada vez más difícil de responder -una jaqueca que desde hace años desvela (y confunde) a los internacionalistas-. La obsolescencia de las definiciones más clásicas ha dejado de ser una intuición para convertirse en una perogrullada, incluso aunque haya quedado confirmado que sin poderío militar ningún Estado puede aspirar a serlo (lo cual es, ciertamente, otra verdad de Perogrullo).
La guerra en Ucrania ha supuesto un claro desafío a las instituciones y el derecho internacional. Pero afirmar que la conducta rusa ha demostrado su futilidad es proferir, por simpleza o ignorancia, un veredicto contraevidente. La validez intrínseca de las reglas no depende de su cumplimiento, y el despliegue institucional no sólo ha sido inmediato, sino masivo. En la hora definitiva –cuando quiera y como quiera que llegue- difícilmente se podrá hacer caso omiso de ello. A las instituciones y el derecho internacional apelan, incluso, los 12 puntos de la posición china sobre el arreglo político de la “crisis ucraniana” (sic) dada a conocer la semana pasada. Y, a fin de cuentas, la fortaleza del orden internacional contemporáneo no reside en su invulnerabilidad, sino en su antifragilidad.
Lo que no ha cambiado es el carácter ominoso de la guerra de agresión, ni el imperativo histórico y moral de señalar con nombre propio a sus responsables.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales