Como por ratos se nos puede olvidar que la vida es pasajera, que estamos encarnados por un breve espacio de tiempo, podemos vivir desde un miedo permanente a los avatares de la existencia. Una de las tareas que tenemos en este plano dimensional es aprender a confiar.
Si bien el miedo es una emoción natural que todos experimentamos, y que nos sirve para proteger nuestra vida, cuando no lo integramos ni trascendemos se nos convierte en una cárcel imaginaria que termina siendo muy real. Sus barrotes son pensamientos de duda y desconfianza, que son alimentados por la mayoría de noticias que llegan a nuestras manos. Ahora, con la inmediatez de las redes sociales y la globalización de los recursos digitales, resulta muy fácil estar al tanto de las calamidades que ocurren en el mundo. Es cierto que estamos en tiempos de transformaciones profundas. Al parecer todos lo son, pero ellos son los que nos corresponde vivir en este tramo de la existencia y está en nosotros vivirlos desde el miedo y la parálisis o desde la confianza en la cual es posible crear otras formas de vivir más armónicas, sostenibles.
De muy poco nos sirve preocuparnos, por ejemplo, del coronavirus, si no transformamos en la cotidianidad nuestra manera de relacionarnos con la vida. Estaremos más expuestos a esa y otras calamidades si en nuestra existencia hay más competencia que solidaridad, si hay más mezquindad que cooperación, si hay más juicio que compasión. No es nada nuevo reconocer que el cuerpo humano es un sistema de sistemas perfectamente diseñado, que tiene la capacidad para auto-sanarse y mantenerse en balance; lo que ocurre es que no lo creemos, pensamos que es una idea traída de los cabellos o que es un cuento de la “nueva era”, esa canasta virtual en la que se echa todo lo que no se ajusta al modelo lineal y mecanicista que aún prevalece. Si vibramos en la frecuencia del miedo corremos el riesgo de dejar de sentipensar e intuir por nosotros mismos y dejarnos arrastrar por una corriente aprovechada por quienes pescan en río revuelto. El río revuelto de nuestras emociones no asumidas ni integradas.
Por todo ello es fundamental que vivamos en la plenitud de la conexión con nosotros mismos, que no es diferente de estar conectados con el Todo. El principio holográfico nos habla de cómo un todo se refleja en partes más pequeñas, que lo componen a la vez que reflejan todas sus cualidades a una escala menor. Si verdaderamente creemos que estamos hechos a imagen y semejanza de la Divinidad, comprenderíamos que tenemos cualidades de ese Dios creador que podemos actualizar aquí y ahora (la imagen) y que si ampliamos nuestra consciencia podríamos hacer las mismas cosas que hizo Jesús (la semejanza). Si viviésemos eso que escuchamos y que muchas veces repetimos en automático, estaríamos todo el tiempo en la frecuencia de la confianza como una de las manifestaciones del amor. Ahí comprenderíamos que en este tiempo corto podemos traer los Cielos a la Tierra, por más tragedias que sucedan, y creeríamos la promesa del salmista: “Caerán a tu lado mil y diez mil a tu diestra: pero a ti no llegará.”