Este año no deja de dar sorpresas y noticias, la mayor parte de ellas desalentadoras, unas pocas promisorias, prácticamente ninguna esperanzadora. Annus horribilis, podría decirse que es 2020. Un año que para muchos no ha podido ser en absoluto, o ha sido a duras penas, y que, al mismo tiempo, ha sido tanto (acaso demasiado) para todos. También, naturalmente, para la política internacional.
Lo más reciente en ese terreno es el enfrentamiento entre Armenia y Azerbaiyán a propósito, por enésima vez, de Nagorno Karabaj. Una cuestión para nada reciente, cuyos orígenes pueden rastrearse 100 años atrás; y que constituye, en más de un sentido, otro legado tóxico de la Unión Soviética -incubado en sus primeros años, fermentado por décadas-, y cuya eclosión definitiva se produjo cuando ésta se encontraba en plena fase terminal, en 1991.
Desde entonces, tras declarar la región su independencia, y durante tres décadas, el conflicto ha experimentado momentos de latencia y periodos de agudización. El escalamiento reciente es un recordatorio del peligro que encierran, por un lado, esos “países que no existen” —cuasi Estados, se llaman técnicamente, o Estados de facto— que habitan una suerte de limbo político y jurídico sumamente inestable y volátil; y, por el otro, los “conflictos congelados” que, de vez en cuando, súbitamente se deshielan. De hecho, en su mayoría, son aquellos los protagonistas y escenarios de estos últimos.
Los “conflictos congelados” son guerras en pausa. El combate armado se detiene, pero la causa que subyace a éste permanece irresuelta, en ausencia de un acuerdo de paz definitivo, o, aunque sea, de un entendimiento mínimo de coexistencia, más o menos sostenible. Así ocurre en diversos lugares del mundo, pero especialmente en Europa (y -¡vaya sorpresa!-, sobre todo en el espacio postsoviético). Es el caso de Chipre; Moldavia y Transnistria; Georgia y los bantustanes rusos de Abjasia y Osetia del Sur; Serbia y Kosovo; Rusia y Ucrania. En otras latitudes, quizá, el del Sáhara Occidental o el de Cachemira. E incluso, cambiando lo que hay que cambiar, el de China-Taiwán o el de la península coreana.
La intermitencia de muchos de estos conflictos puede alimentar la impresión de que son, al menos relativamente, manejables. Pero los deshielos, aunque sean intermitentes, pueden causar desbordamientos, y, por lo tanto, catástrofes. Aún más en estos tiempos de calentamiento geopolítico, tensión, rivalidad y ambiciones crecientes en la escena internacional. El denso entramado que se teje alrededor de algunos de estos conflictos, como en Nagorno Karabaj, anticipa los riesgos que puede traer su reactivación, agravada por el involucramiento de quienes ven en ellos una oportunidad para pescar en río revuelto.
Puede que el de ahora sea solo un episodio más de una ya larga historia que bien podría prolongarse, repitiéndose a sí misma indefinidamente. Pero, como se ha dicho tantas veces en esta columna, evocando las palabras de Mark Twain, la historia, en realidad, no se repite, si no rima. Y a veces, con cacofonía.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales