Gracias al Covid-19 estamos en un tiempo de profundos cambios culturales. Uno de ellos, tal vez el más importante, pueda ser el de reconocer todo aquello que nos une, la totalidad que somos.
Desde la primera infancia hemos recibido mensajes de segmentación, que han tomado fuerza a medida que crecemos. Aprendimos a jugar a los buenos y los malos, algo tan natural como divertido, con lo que validamos -sin darnos cuenta- una manera de interpretar tanto la vida como el mundo, que se ha hecho hegemónica pero que en realidad no es la única posibilidad de comprensión a la cual podemos tener acceso. Además de perpetuar y normalizar una visión de oposición y lucha, comenzamos a desarrollar una especie de superioridad moral que nos aleja de la realidad de ser una sola humanidad y que nos etiqueta otorgándonos un lugar emocional y mental para vivir: ustedes los malos, nosotros los buenos; ustedes menos que nosotros, nosotros más. Todo ello nos ha impedido reconocer que somos totalidades incluidas en una gran totalidad mayor; y que son más las profundas semejanzas que nos unen que las especificidades que nos alejan.
No se trata de dejar de reconocer las singularidades que enriquecen la vida. Cada ser humano posee talentos y dones particulares, que le permiten el proceso de individuación, como también desarrollar todo su potencial. De lo que se trata es de dejar de competir, para sumar y multiplicar esfuerzos que impliquen bienestar para todos. Ahora que estamos conminados a permanecer en casa, afloran en esos micromundos que hoy habitamos todas nuestras sombras, pues la convivencia nos revela en pleno nuestra humanidad. Nos tallan los defectos del otro: brotan el mal genio o los miedos; el aislamiento o la actitud controladora; el servilismo o la manipulación; la melancolía, la tomadura de pelo o el matoneo. ¡O todo ello en simultánea, en vivo y en directo! Tenemos, en caso de estar con compañía en el encierro de la cuarentena, maravillosos espejos que nos muestran nuestras oscuridades. Y en caso de estar a solas, la posibilidad de confrontarnos con aquello que nos ocurre adentro. En cualquiera de los dos casos, podemos hacer un ejercicio de integración, de síntesis.
En aquello que nos disgusta de los otros o de nosotros mismos tenemos maravillosas oportunidades para seguir creciendo. Podemos hoy aprender a dejar de luchar con nuestra sombra, pues es una gran compañera de camino. Al abrazar nuestra propia oscuridad empezamos a desarrollar el amor incondicional por nosotros mismos, a asumirnos y aceptarnos con todo lo que somos. Nos cuesta convivir con otras personas pues no hemos aprendido a convivir con nosotros mismos: aún nos juzgamos, condenamos, castigamos y eso mismo lo hacemos con los demás. Hoy podemos aprender a amar la totalidad que somos, no solo lo bonito que proyectamos sino también la penumbra que arrastramos. Podemos abrazarnos completamente, de verdad completamente, para luego abrazar a los demás con todo lo que son, en sus luces y en sus sombras. Tenemos hoy la posibilidad de reconocer nuestra hermandad en la convivencia, acogiendo nuestra humanidad, nuestra totalidad. Al integrar la sombra permitimos que emerjan la luz, el amor y la consciencia que ya somos.