Sentada en una banca de la neogótica iglesia de La Porciúncula escucho en silencio la homilía mientras absorta miro las tres naves, la bóveda ojival, los vitrales, el rosetón, los arcos y las columnas. Comienza la Navidad.
Soy escéptica y por comodidad me he ido volviendo atea, pero cuando todo lo humano falla, me refugio en los templos; en medio del silencio me sobrevienen unas palabras olvidadas de Kierkegaard, un prolífico filósofo y teólogo danés del siglo XIX a quien además se considera padre del existencialismo: “Si pudiera prescribir solamente un remedio para todas las enfermedades del mundo moderno, yo prescribiría el silencio. (…) hay demasiado ruido”.
Comienza la Navidad. Una palabra más dentro del lenguaje e imagino por tanto que hay reglas para su uso correcto. Aunque uno podría pensar que de la Navidad no se puede hablar, parafraseando a Wittgenstein y entonces es mejor callar.
El sacerdote me saca de tanta elucubración inútil: “Comienza la Navidad; pero ¿Qué es la Navidad sino el cumpleaños del niño Dios, quien suele quedar por fuera del festejo?”.
El silencio me habla; la Navidad ya no es nada. O sí. “Es la época más cromática del año”, según añade el franciscano. Colorinche, palabras almibaradas y actos impostados que hacen metástasis todo el mes.
Pienso en Kant. En sus imperativos categóricos. En tres que podrían ser esloganes de Cocacola o de Maizena para esta Navidad: “Obra según lo que puedas querer que se tome por ley universal”; “obra de tal modo que consideres a toda persona como fin y nunca como medio”; “obra como si fueras el legislador de un reino regido por los fines”.
Soy un Grinch; detesto la hemorragia navideña de natilla, buñuelos, amigo secreto, tarjetas con mensajes para tarados, villancicos arrítmicos, guirnaldas, buenos deseos de malas personas, promesas vanas, amores de ocasión, reuniones insulsas, aguinaldos desacertados, alimentación forzada, regreso al útero, rituales absurdos todos.
Entonces, la inefable Gabriela me devuelve la fe. Ha bajado al depósito, ha tomado sus juguetes de infancia, los ha acicalado y ha armado paqueticos para los niños con cáncer y con sida. Es un gesto digno de Navidad.
En silencio recuerdo a Santo Tomás de Aquino; de acuerdo con su pensamiento para que un regalo sea bueno, el regalo tiene que expresar algo de la persona que da y de la persona que recibe. Si lo hace, el regalo es un vínculo entre quien obsequia y quien recibe.
Si no, es mero ejercicio cromático.