Hace muchos años, cuando su reino era aún de este mundo, a George le agarró una Navidad en la Tierra Santa, bendito sea El Señor. Con Mandarina había levantado el arbolito, al lado de un hermoso pesebre de pino que había traído el señor embajador de Nazaret, pero no fue cosa nada fácil. Mientras Mandarina y el hombre sembraban el arbolito, Simón, su niño, se encargaba de podarlo; mientras le ponían los frutos, la tierna criatura se encargaba de cosecharlos, comerse unos y reventar contra la baldosa fría los que veía medio picados de podredumbre; mientras le colgaban regalitos y figuras de San Nicolás en miniatura, el niño, que era medio iconoclasta, las bajaba y las hacía añicos contra el piso; mientras le ponían los Reyes Magos, el niño, un librepensador antimonárquico a ultranza, se encargaba de cortarles la cabeza, sin guillotina; mientras ponían a pastar las vacas y las ovejas, el niño, que era un pastorcillo mentiroso, se encargaba de arrearlas y a la voz de que venía a por ellas el lobo feroz, terminaba por espantarlas para que las pobres se suicidaran de manera inmisericorde, lanzándose al precipicio desde la mesa en que estaban puestas.
De la misma forma, mientras entronizaban a José y María, el pequeño, que era medio mormón, los aplastaba contra la enorme ventana que daba al jardín regado a cuentagotas; mientras ponían al Niño Dios en su cunita, el otro niño, que era medio hebreo, lo agarraba por las mechas y le daba tres vueltas hasta dejarlo sin aliento, y quizás por todo eso no le trajo regalos esa noche. El embajador nunca estuvo muy de acuerdo con el concurso de la criatura en la preparación del pesebre, pero no decía nada: simplemente se cocinaba en el caldo de cultivo de su propia furia contenida.
La Navidad en Tel Aviv no era lo mismo de colorida que en su Patria, pero al menos era coincidente con el Festival de las Luces o Hanukkah de los hebreos, para celebrar sus grandes epopeyas de orden militar, rememoradas con velas encendidas dentro de la Hanukkah, candelabro de 9 brazos que simboliza la luz eterna del varias veces destruido Templo Sagrado en el Monte Moriah.
George se fue con el embajador a Belén de Judá, cruzando despacio Jerusalén - para no espantar monumentos acostados- pues hubiese sido un pecado mortal no ir en esa fecha a mirar el punto exacto donde, 2018 años atrás, había nacido el Redentor y porque el señor embajador no conocía la nieve (éso le confesó al hombre y éste se quedó más frío que candado de iglú).
Estaba haciendo un frío importante en Bethlehem y la nieve caía en copos espesos, despacio, como si se quedara congelada varias veces en el tiempo antes de aplastarse contra la sagrada tierra betlemita, hoy en poder del la Autoridad Palestina cuyo líder máximo, Mahmoud Abbas -según decían los falsarios- era cristiano, porque más fácil le faltaba el fuego a los infiernos que el hombrecito dejar de estar presente en misa franciscana cada 24 de diciembre en el templo de la Natividad, y hasta comulgaba, porque en esa época al diablo también le daba por hacer hostias en sus ratos de ocio.