Lo que en la vida social son los matrimonios, son las alianzas en la vida internacional. Como los matrimonios, las alianzas surgen de un acuerdo jurídico formal en que las partes asumen compromisos recíprocos, en función de un propósito común y compartido, cuyo logro supone esfuerzos que van más allá de las obligaciones específicas. Matrimonios y alianzas configuran una sociedad, incluso patrimonial, basada en la confianza y la fidelidad, que deben cultivarse continuamente para mantener vigentes las expectativas de las partes involucradas. Los matrimonios son expresión prístina de la cooperación social y las alianzas lo son de la cooperación internacional.
Al igual que los matrimonios, las alianzas tienen vocación de permanencia, aunque esta nunca pueda darse por sentada: los matrimonios mueren por nulidad o divorcio, y las alianzas por defección. Hasta ahí, obviamente, llega el símil, convertido en un tópico para introducir en el tema a quienes estudian Relaciones Internacionales: porque mientras que la finalidad del matrimonio es la constitución de una familia, la de las alianzas no es otra que la guerra, evitarla mediante la disuasión y hacerla cuando sea necesaria, en aras de la seguridad colectiva.
Por eso, resulta apenas comprensible el revuelo causado por el (muy presumible) candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos, Donald Trump, quien días atrás confesó públicamente que, durante su temporada anterior en la Casa Blanca, había advertido en privado a algún otro líder político que, si sus socios de la OTAN no pagaban su parte de la cuenta, Washington no sólo no acudiría en su apoyo ante un eventual ataque por parte de Moscú, sino que incluso animaría a los rusos “a hacer lo que demonios quieran”.
La cuestión de las cuentas es, hace rato, causa de ruido en la alianza transatlántica. Muchos consideran -no sólo Trump- que la distribución de la carga es, cuando menos, desproporcionada. No es un reclamo totalmente gratuito. En 2014, los miembros de la OTAN acordaron destinar al menos el 2 % de su PIB al gasto en defensa para asegurar la funcionalidad y las capacidades de la alianza. Diez años después, sólo 18 de los 31 han cumplido efectivamente ese objetivo, en parte estimulados - valga la pena decirlo- por la agresión rusa a Ucrania: el año pasado apenas 11 habían alcanzado el umbral establecido.
Pero ni un matrimonio ni una alianza pueden gestionarse exitosamente con mentalidad de tendero, ni apuntalarse sobre la extorsión. Matrimonios y alianzas son, sobre todo, una cuestión de confianza y fidelidad. Eso es, precisamente, lo que ponen en entredicho las palabras de Trump (que viene denigrando de la OTAN por lo menos desde 1987, año de su primera visita a Moscú, invitado por Intourist, la agencia oficial de viajes, y también de propaganda e inteligencia, de la Unión Soviética).
Con razón, incluso Putin ha llegado a decir que prefiere a Biden -“una persona más experimentada y predecible, un político de la vieja escuela”- y no a Trump. Con razón también lo prefieren los europeos, confrontados cada vez más con el imperativo geopolítico de poner su confianza sobre todo en sí mismos, antes que en otro cualquiera.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales