La “diplomacia de congresos” constituye uno de los principales antecedentes del multilateralismo contemporáneo. Fue la que practicaron y promovieron Metternich en el Congreso de Viena, Bolívar en el Congreso Anfictiónico, las potencias europeas en Berlín (para repartir, como si fuera una torta, el continente africano), el zar de Rusia en La Haya (un hito en el derecho internacional de los conflictos armados), y los vencedores de la I Guerra Mundial en Versalles.
De ella se derivaron las organizaciones internacionales intergubernamentales: la primera de todas -la Comisión Central para la Navegación del Rin, todavía operativa- fue establecida, precisamente, por el Congreso de Viena en 1815. También las “conferencias de partes”, ahora tan frecuentes, como la COP27 sobre cambio climático que acaba de reunirse y la venidera COP15 sobre biodiversidad, que tendrá lugar en Montreal en un par de semanas.
Conferencias y cumbres ocupan actualmente buena parte de la agenda internacional y forman ya parte de la rutina diplomática. Son tantas, unas globales y otras regionales, unas generales y otras temáticas, que hacer un completo seguimiento de ellas es prácticamente imposible.
La atención pública suele concentrarse en los grandes escenarios en que se desarrollan las cumbres y en sus resultados más generales y formales, en ocasiones realmente frustrantes. Pero muchas veces, por azar o por designio, ocurren entre bastidores -en eventos paralelos y pasillos- cosas no menos importantes (e incluso, las más importantes). Distintos episodios registrados recientemente en Sharm al Shaij y Bali dan cuenta de ello.
Nicolás Maduro, a quien poco o nada importa el medio ambiente, aprovechó su paso por la COP27 para forzar un encuentro con John Kerry, que el propio Departamento de Estado calificó después como inesperado e insustancial, pero que los propagandistas de Miraflores no dejaron de presentar como una exitosa reivindicación. Otro tanto hizo con Macron, siguiendo el mismo libreto, para compensar con una foto imprevista su merecido ostracismo.
Al fragor de la cumbre del G20 en Bali, Biden se reunió con Xi. “Hablaron con franqueza sobre sus respectivas prioridades e intenciones”, según Washington, mientras que Pekín subrayó la importancia de “trabajar con todos los países para aportar más esperanza a la paz mundial, mayor confianza en la estabilidad global” … Todo un respiro, aunque sea momentáneo, para el mundo. También se reunieron Xi y el australiano Albanese, que tienen sus propias asperezas geopolíticas y comerciales que limar, sobre las cuales “siempre es bueno dialogar”. Trudeau le expresó a Xi sus preocupaciones por la interferencia china en los asuntos canadienses, y al día siguiente fue inusualmente sermoneado por su interlocutor, que consideró “inapropiada” la divulgación de algunos detalles de la conversación.
En fin. El multilateralismo nunca es sólo multilateral, y no sólo sirve a propósitos multilaterales. Es también un facilitador de las relaciones bilaterales -algunas de las cuales no son, tampoco, puramente bilaterales-. E incluso funciona como “vitrina” y “lavandería”. En las cumbres y en sus pasillos, el multilateralismo es, además de multilateralismo, lo que los Estados quieren y permiten que sea. No es virtud ni defecto suyo, sino cuestión de su naturaleza.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales