La designación de embajadores es quizás una de las actividades diplomáticas más elementales. Y, sin embargo, por elemental que sea, y aunque parezca rutinaria, no es para nada anodina.
Las reglas varían de Estado a Estado. En unos, el Gobierno tiene mayor discrecionalidad que en otros a la hora de nombrarlos. A veces, otros órganos intervienen en el procedimiento, como ocurre en los Estados Unidos, donde el presidente propone y el Senado dispone (fórmula que estuvo vigente en Colombia bajo la Constitución de Rionegro, y que, de vez en cuando, algunos proponen adoptar nuevamente).
Las legislaciones nacionales pueden establecer requisitos específicos: en relación con la pertenencia formal a la carrera diplomática, o con el dominio de ciertas competencias -que no por obvias pueden darse por sentadas-. Hay además reglas que pertenecen ya no al ámbito interno, sino al del derecho internacional, como las que recoge la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas de 1961.
En todo caso, más allá de las reglas y los rituales, se trata de un acto con contenido y significado político. En sus orígenes, los embajadores fueron esencialmente mensajeros; y su designación (que incluye el beneplácito del Estado receptor, su acreditación ante él, los tiempos y condiciones en que aquel se otorga y ésta se hace efectiva) tiene, aún hoy, la naturaleza de un acto comunicacional, no sólo ente los gobiernos directamente involucrados.
Las designaciones de los embajadores revelan cosas no sólo sobre las relaciones bilaterales, sino, más en general, sobre la política exterior de los Estados (y sobre el estado de su política exterior). Cabe decir lo mismo del llamado a consultas o de su retiro, por un lado, o de su declaración como persona non grata, por otro.
Resulta interesante observar, en ese sentido, que de las 190 misiones diplomáticas que tienen los Estados Unidos en todo el mundo, el 27% siguen vacantes a estas alturas de la administración Biden. Y que, para 20 de esas 52, la Casa Blanca no ha hecho siquiera la nominación correspondiente.
Tal es el caso de Colombia, donde, a falta de titular en propiedad, funge por ahora Francisco Palmieri como encargado de negocios.
Meses atrás se especuló sobre la eventual nominación de Jean Elizabeth Manes, quien fue embajadora en El Salvador, y luego encargada de negocios en ese mismo país, hasta que entró en agria polémica, directa y abierta, con el presidente Bukele. Nunca hubo confirmación ni desmentido oficial al respecto.
Tal vez en Washington prefirieron esperar al resultado del proceso electoral y al inicio del nuevo gobierno. Quizá no tienen afán y están concentrados en ir tanteando cuidadosamente el terreno. El presidente electo de Colombia, por su parte, designó rápidamente su mensajero -y con ello-, transmitió su mensaje. Habrá que ver cómo contestan los Estados Unidos.
Y habrá que ver también qué mensaje, implícito y explícito, se cruzan (y transmiten) Bogotá y Caracas, cuando designen sus respectivos embajadores, ahora que se ha anunciado desde el Táchira la “normalización gradual de las relaciones binacionales a partir del próximo 7 de agosto”.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales