Los poderes del Estado no son una suerte de pandilleros disputándose a trompadas las calles de la convivencia institucional. Por el contrario, actuando dentro de sus espacios constitucionales, en un sistema de pesos y contrapesos, son el respaldo de la democracia.
El de las objeciones es un debate torticero, porque, sencillamente, una cosa es la constitucionalidad y otra la conveniencia; un debate polarizador para revivir la falsa división entre amigos y enemigos de la paz; un debate perverso que, apelando a la presunta destrucción del Acuerdo -una mentira- y un eventual regreso a la guerra -un chantaje-, busca preservar la impunidad negociada por Santos.
Irresponsable la posición de quienes hacen terrorismo mediático con un “choque de trenes” que no existe, entre la Corte Constitucional y el Gobierno, porque este último, coherente con sus postulados y dentro de sus competencias, consideró inconvenientes -no inconstitucionales- seis de 193 artículos de la Ley Estatutaria de la JEP.
Irrespetuosa con la Corte Constitucional la sugerencia ladina de que se “vengará” del Gobierno en su sentencia sobre el glifosato, por el “atrevimiento” de haber presentado objeciones de inconveniencia a una Ley que, por su condición estatutaria, exige examen constitucional previo y no posterior a la sanción del presidente, lo cual no inhibe su competencia de objetarla.
Descomedida, por decir lo menos, con la Corte y con el Gobierno, la pretensión de unos parlamentarios de que el Congreso deba consultarle a la Corte si puede o no asumir su competencia de debatir las objeciones presentadas a su consideración por el Gobierno. Atrevida la de cercenarle al Gobierno esa competencia de objetar parcialmente una ley, porque considera inconvenientes para el país algunos de sus artículos.
No creo que las objeciones, de ser aprobadas, hagan trizas el Acuerdo y la JEP. Creo en la coherencia del Presidente, que habría traicionado si no las presenta. Creo en el talante democrático de su anuncio de acatar la decisión final. Al margen de los resultados, habrá cumplido con sus principios y compromisos.
Tampoco creo en el choque de trenes. Puedo estar en desacuerdo con algunas de sus sentencias, pero no veo a una Corte vindicativa y mezquina, dispuesta a sacrificar su respetabilidad por el burdo afán de “desquitarse” del Gobierno.
El narcotráfico, con sus terribles secuelas de violencia y, sobre todo, de ataque miserable a nuestros niños y jóvenes, además de todo tipo de delitos, no es un asunto menor con el que se pueda jugar a buenos y malos.
Un problema de la dimensión del que el país heredó del gobierno Santos, que recibió 48.000 hectáreas sembradas y entregó 200.000, es, valga la comparación, una enfermedad terminal que no se puede curar con Mejorales sino con un tratamiento integral.
Aprendámosle en positivo a la guerrilla, pues la derrota del narcotráfico exige combinar todas las formas de lucha: Primero, la presencia del Estado, que garantiza legalidad, permite emprendimiento y genera equidad. Y mientras avanza ese “copamiento” institucional, presencia militar donde la violencia ha hecho metástasis; aspersión localizada y erradicación manual forzosas donde la Fuerza Pública pueda garantizar seguridad; erradicación voluntaria donde mejoran los síntomas socioculturales. Y claro, aspersión aérea al cultivo mafioso de coca en extensiones apartadas donde el mayor daño ambiental ya ha sido hecho con la deforestación de la selva.
Hay que abandonar debates maniqueos. Conocemos el peligro del narcotráfico para nuestra subsistencia como sociedad y para el propósito de construir futuro. Todo el Estado, la Corte Constitucional incluida, debe asumir el reto de devolverle a Colombia la dignidad y la esperanza.