En la antigüedad, Grecia y Roma adoptaron la idea de la magistratura, referida no solo a los que cumplen la tarea de impartir justicia, sino a todo servidor con potestades públicas, y que comporta la exigencia de unas calidades para acceder al cargo, según su naturaleza, y unos deberes que cumplir en ejercicio del mismo.
Pareciera olvidarse por muchos que las dignidades públicas se enmarcan ante todo en esos deberes y que, independientemente de que se acceda a ellas por elección, designación o concurso, las mismas no convierten a sus temporales titulares en todopoderosos sujetos henchidos de privilegios y derechos. Todo lo contrario.
Los cargos tallan, no solo por las necesarias limitaciones que acompañan las competencias y facultades ligadas a ellos, sino por el carácter que debe imprimir saberse obligado a cumplir sus cometidos y a rendir cuentas de los mismos.
De los “juicios de residencia” de la tradición colonial española -rendición de cuentas al momento de dejar el cargo por todo enviado en América-, a las actuales previsiones de la Constitución y la ley sobre el régimen de responsabilidad de los servidores públicos, los límites de tiempo atrás se han previsto para encuadrar el ejercicio del poder.
Mirar el acceso y la asunción de atribuciones públicas, incluidos los servidores por elección popular, desde la perspectiva exclusiva del derecho a participar en la conformación, ejercicio y control del poder político, o de los demás derechos reconocidos a quienes las cumplen, sin parar mientes en las funciones y deberes que las acompañan, y en el derecho que a su vez tiene la sociedad y el Estado de exigir que las condiciones de idoneidad para su ejercicio, o los deberes del cargo establecidos en la ley efectivamente se cumplan, es una lectura incompleta, fácil fuente de errores y distorsiones, frustraciones y tempestades.
En esta lógica, por ejemplo, resultaría de provecho, frente a episodios recientes, pero también pasados, que siempre se recordara que quienes acceden a cargos de naturaleza diplomática no solo están llamados a cumplir los requisitos de formación, experiencia y demás condiciones señaladas en la ley, sino que por llevar precisamente la representación de Colombia en el exterior, deben estar exentos de toda discusión que pueda mellar, o impedir el cabal cumplimiento de sus tareas o afectar de cualquier manera la misión que el ordenamiento jurídico les encomienda.
También que cuando se actúa en representación del Estado, como embajador, pero también como presidente de la República, es a la Nación a la que se representa y no a la facción, grupo, partido o asociación cercanos a sus convicciones personales e ideológicas o a las de sus partidarios políticos. En el último caso basta leer el artículo 188 de la Constitución para comprenderlo: “El Presidente de la República simboliza la unidad nacional y al jurar el cumplimiento de la Constitución y las leyes, se obliga a garantizar los derechos y libertades de todos los colombianos”.
Adenda. Para todos los amables lectores de esta columna una feliz Navidad. Que la celebración del nacimiento del Creador los colme a ustedes y a sus familias de regocijo, paz y fraternidad.
@wzcsg