La gran mayoría de los colombianos estamos de acuerdo en que se combata en el país la corrupción, dado que la misma desborda todos los cálculos y afecta a diversos sectores de la sociedad, en particular al gobierno nacional, los gobiernos municipales y las gobernaciones, así como la multitud de institutos descentralizados y diversos estamentos oficiales. El crecimiento inusitado del candidato Rodolfo Hernández, en las elecciones pasadas, como la candidatura de Gustavo Petro, se beneficiaron de millares de votos por sus supuestos compromisos en la lucha contra la corrupción. Y se dio una suerte de alud de votos castigo.
Curiosamente, la corrupción municipal corresponde en parte a gobiernos de izquierda que copan ciudades como Bogotá, Medellín y Cali, más el elector en algunos casos pareciera que no distingue mucho entre los negociados a nivel nacional y local, ni que vivimos en un sistema constitucional centro-federal. Numerosos alcaldes salidos del seno de los partidos de centroderecha, también, están incursos en gravísimos escándalos. Lo que puede llevar al gravísimo error de sostener que en Colombia la corrupción se extiende por todas las actividades oficiales ligadas al sector oficial y privado.
Lo anterior sería un exabrupto, más resulta que es corriente oír a gentes que sostienen que todo está podrido en el país. Esas son las consejas que lanzan los políticos corruptos y sus grupos de presión para alejar a las gentes de bien del sector oficial y de la política. He conocido numerosos alcaldes de distintas corrientes que se distinguen por ser en extremo cuidadosos en el manejo del Tesoro Público, lo mismo que empresarios particulares que han ganado limpiamente importantes licitaciones oficiales. Claro, son numerosos los casos en proyectos como el del Metro en Bogotá, en la descontaminación del río Bogotá, famosos como el escándalo de Chingaza, así como con la contratación de toda suerte de carreteras y vías en distintas zonas del país, donde es corriente que se hable de miles de millones de dinero destinados a sobornar a los funcionarios para ganar más o montar un peaje por años sin hacer la prometida vía.
Incluso se dan escándalos en los cuales empresas particulares y aún multinacionales, demandan sin fundamento al Estado colombiano para ganar de manera ilegal jugosos dividendos, como pasó con ICA, empresa mexicana de ingeniería que demandó en su momento a la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá, por supuestas pérdidas sufridas por el contratista. Así se dan otros casos similares de corrupción en el sector petrolero.
Tenemos Odebrecht, que según rastreos de la Fiscalía deslizó millones para engordar las alforjas de diversos funcionarios y empresarios corruptos. Esa operación ilegal de la entonces prestigiosa empresa de Brasil, involucró varios países de nuestra región, se llevó por delante a numerosos presidentes en el Perú, hasta provocar el suicidio de Alan García. En Colombia han vuelto a sonar los tambores de este caso de corrupción, en especial por las decisiones que han tomado las autoridades judiciales al respecto en los Estados Unidos. Es de recordar que en los asuntos penales no se da la confesión tácita, a diferencia de los civiles, dado que ni el silencio del acusado lo convierte en culpable. En el procedimiento civil es al contrario y el abandono de la causa por parte del acusado puede volver las cosas en su contra.
Un asunto de multas de orden civil no se debe confundir con lo penal, ni en casos resonantes y de actualidad como el Luis Carlos Sarmiento Gutiérrez, ventilado en los Estados Unidos por vínculos empresariales en contratos en los cuales aparecen involucrados agentes de Odebrecht. Merece respeto la independencia de la justicia colombiana, que investigó el caso a fondo; no se puede intentar subvertir el sistema democrático por cuenta de una intervención deshilvanada, irresponsable y demagógica del gobernante de turno, que pide públicamente que se abra el caso de nuevo en la Fiscalía, cuando la justicia es independiente en Colombia y se cumplieron todos los requisitos para cerrarlo.
La justicia colombiana así como Luis Carlos Sarmiento Gutiérrez, de reconocida pulcritud y solvencia moral, merecen el respeto y reconocimiento que la misma Constitución del 91 consagra para todos los colombianos. Por lo mismo, es intolerable y absurdo que, por demagogia, se pretenda enlodar a un destacado ejecutivo, exaltado por insobornable compromiso con el país y el desarrollo.