Se habla mucho, con sobrada razón y preocupación, sobre la crisis -y más que crisis, franco deterioro- de la democracia. Una discusión que este año tiene como telón de fondo la celebración de elecciones en 76 Estados cuya población representa el 51 % del total mundial. Ciertamente, no todos estos países tienen un régimen democrático. La realización de elecciones es una condición necesaria, pero no suficiente, para la democracia. En democracia las elecciones no son sólo un procedimiento, sino un proceso; más aún, un proceso cualificado que debe conducir a un resultado igualmente cualificado.
Es una cuestión de libro de texto: las elecciones, para ser democráticas, deben ser periódicas, libres y competitivas, inclusivas e incluyentes, transparentes y confiables. No es la cantidad, sino la calidad de las elecciones, lo que determina su carácter. Se equivocó, una vez más, el presidente brasilero cuando interrogado sobre si el Gobierno de Nicolás Maduro es democrático o no, escurrió el bulto diciendo que “en Venezuela hay más elecciones que en Brasil”. No es una mentira, pero es una verdad a medias. Los regímenes no democráticos (cuya variedad es legión) han aprendido a hacer elecciones, e incluso, a quererlas.
La crisis de la democracia, su deterioro, tiene que ver, obviamente, con la calidad de las elecciones; con eso que ahora se llama “integridad electoral”. Pero también tiene que ver con su resultado. Puede sonar paradójico, pero unas elecciones democráticas bien pueden conducir a un gobierno no democrático. Es lo que ocurre cuando un gobierno democráticamente elegido arremete contra el Estado de derecho. Dicho en otras palabras: para ser auténticamente democrático, el gobierno resultante de un proceso electoral democrático no puede ser sino un gobierno sometido al imperio de la ley. Las elecciones legitiman el título, pero sólo el respeto al Estado de derecho legitima el ejercicio del poder y garantiza la continuidad misma de la democracia.
Visto lo anterior, el panorama parece aún más desolador la “integridad electoral” está amenazada en diversos frentes: el de la autonomía de las autoridades electorales, el de las condiciones de la competencia política, el de su vulnerabilidad a todo tipo de interferencia (internas y externas), el de la influencia de la malinformación y la desinformación. No menos está amenazado el Estado de derecho. Y la principal amenaza que lo acecha es, precisamente, la pretensión de algunos gobiernos democráticamente elegidos, de que la mayoría obtenida en las urnas les concede patente de corso para subvertir el orden constitucional y romper los límites que impone la institucionalidad, para lo cual invocan la voluntad popular (que para ellos no es otra que la suya propia y la de los suyos), elevada a expresión permanente de un “poder constituyente” y, por lo tanto, incuestionable.
No hay democracia digna de ese nombre sin Estado de derecho. Por eso las autodenominadas “democracias populares” no son democracias, sino redundantes engaños tautológicos. Por eso no se puede defender la democracia sin defender el Estado de derecho: porque en democracia -vieja verdad que no debería ser necesario recordar-, tanto la voluntad del gobierno como la voluntad popular han de estar sometidas al imperio de la ley.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales