La democracia (el peor de todos los sistemas políticos, con excepción de todos los demás, como decía Churchill) funciona con base en la separación de poderes, un sistema de contrapesos y frenos que mantiene la independencia de esos poderes, y un voto popular que expresa la voluntad de la mayoría. El derecho es el conjunto de reglas que mantiene el equilibrio en las relaciones de una comunidad, sea estatal o internacional.
Trump tomó posesión como presidente en medio de protestas y desmanes de la oposición, hecho insólito en ese país. En una democracia existe la posibilidad de disentir siempre y cuando se respeten los derechos de los demás y se acate el régimen establecido. Los desmanes rompen esa regla. Y el pueblo había decidido la elección legalmente dentro del sistema norteamericano.
Trump, que aparentemente no sabe que aunque los Estados Unidos sean la nación más poderosa de la tierra no pueden gobernar a los demás, ha dicho que va a construir el muro en la frontera con México y lo hará pagar por ello. Lo cual, naturalmente, no es posible a menos que se recurra a la coerción y la fuerza, violando el derecho, o un convenio entre las partes. Igualmente, ha anunciado que se retirará del Acuerdo de Libre Comercio de Norte América (Nafta) entre Estados Unidos, Canadá y México. Está en su derecho, pero deberá dar aviso de denuncia con seis meses de anticipación. Un caso diferente es el del Acuerdo Trans-Pacífico de Cooperación Económica (TPP) porque los Estados Unidos requieren aprobación del Senado, que no se ha dado, para ratificarlo y, por consiguiente, no son parte todavía.
En un plebiscito en el Reino Unido se votó contra su permanencia en la Unión Europea (brexit). La primera ministra británica anunció en estos días que el retiro británico de la UE y del Tribunal Europeo de Justicia se cumplirá inexorablemente porque así lo decidió la mayoría. No estar “mitad dentro, mitad fuera”, no “retener pedazos de la membresía en el proceso de salida”. Una vez Gran Bretaña abandone la UE, buscará un nuevo acuerdo de libre comercio, pero será negociado y aprobado según la ley británica. Es la voluntad popular, aunque contraria a las ideas del partido de la señora May.
Otro caso es el colombiano. El 2 de octubre pasado el pueblo votó No en el plebiscito, negando de esta manera su apoyo a los Acuerdos de La Habana con las Farc. El presidente resolvió maquillarlo. En Inglaterra dijo que el pueblo que votó “no”, había sido engañado. Seis y medio millones de colombianos aguantaron los miles de millones gastados en propaganda oficial y la presión de los medios enmermelados. ¿Fueron engañados?
La Corte Constitucional encontró que el “nuevo” acuerdo podía ser aprobado por el Congreso, aunque el pueblo hubiera dicho que no. Así se hizo y fue aprobado a las volandas. Una magistrada del Consejo de Estado, sin facultades para ello, en un acto “admisorio” de demanda contra el plebiscito, le ordenó al Congreso aplicar el “fast track” y a la Corte Constitucional que decida pronto las demandas contra el Acto Legislativo. Ni democracia ni derecho. Gran diferencia con el Reino Unido.
Un país en el que no hay separación de poderes, no se acata la voluntad popular y los tribunales fallan contra derecho y no pasa nada, no puede llamarse democracia.