El preámbulo de la Constitución señala los valores esenciales que la inspiran y que el Estado debe realizar. La jurisprudencia ha sostenido que el contenido de ese preámbulo es vinculante, no una simple sugerencia.
Entre tales valores, allí expresamente previstos, debemos destacar -para los fines de este escrito- el conocimiento. A su vez, la preceptiva constitucional señala el respeto a la dignidad de la persona humana -racional en su misma esencia- como uno de los fundamentos de la organización republicana. De la racionalidad de la persona se desprende naturalmente su tendencia al conocimiento, a la educación y a la cultura.
Hemos de reiterar que el ordenamiento jurídico tiene como primera función -en el sistema democrático- la protección de la libertad y la efectiva realización de los derechos. Para ello, el Estado debe también hacer que se cumplan los deberes, las cargas y las responsabilidades, que les son correlativos. No de otra manera se explica que, según la Constitución colombiana, uno de los esenciales fines estatales consista en garantizar la efectividad de las libertades y derechos, pero también de los deberes. Lo cual implica, por contrapartida, que las autoridades de la República estén instituidas “para asegurar el cumplimiento de los deberes sociales del Estado y de los particulares”.
Pero un derecho no se puede confundir con un capricho, ni sus límites y restricciones -en cuanto no hay derechos absolutos- pueden ser entendidos como formas de vulneración o desconocimiento.
La Constitución garantiza el derecho fundamental a la autonomía personal. También conocido como derecho al libre desarrollo de la personalidad (artículo 16), pero tampoco lo considera un derecho absoluto o carente de responsabilidades. Declara que se lo debe reconocer y amparar “sin más limitaciones que las que imponen los derechos de los demás y el orden jurídico”.
Nos ha parecido de interés recordar estos conceptos a propósito de la reciente intervención pública de una congresista colombiana en relación con la asistencia de los menores a escuelas y colegios, afirmando que obligarlos a asistir a clases -como lo hacen y han hecho siempre los padres de familia, aquí y en todo el mundo- constituye una vulneración de los derechos infantiles. Sostuvo textualmente: “Obligar a un niño a asistir al colegio a mí me parece que es una forma también de violencia y una forma evidente de adoctrinamiento”. Afirmaciones que -pensamos- resultan equivocadas y, por paradoja, afectan a quienes la representante dice defender, por cuanto desvirtúan el auténtico sentido y alcance de los derechos, particularmente los de carácter fundamental, como los que corresponden a los niños.
La educación y la cultura son derechos fundamentales de los niños. La familia, la sociedad y el Estado tienen la obligación de asistir y proteger al niño “para garantizar su desarrollo armónico e integral y el ejercicio pleno de sus derechos”.
Por el contrario, según la exposición de la cual disentimos respetuosamente, no existe el derecho fundamental del niño a la educación sino su "derecho" a la ignorancia.
Desde luego, sin perjuicio de la protección ante el maltrato y el acoso escolar, la familia conduce al niño al ejercicio de sus derechos y lo forma también en sus deberes y responsabilidades.