Desorden | El Nuevo Siglo
Domingo, 23 de Febrero de 2025

Como quien espera a los bárbaros, muchos han estado esperando desde hace años (con ilusión o con recelo) el advenimiento de un “nuevo orden internacional”.  Se ha declarado, una y otra vez, incluso con solemnidad, el inminente fin del orden establecido tras la II Guerra Mundial y consolidado después bajo la influencia y predominio de Occidente: ese orden que este año será octogenario, y que algunos llaman “basado en reglas” para defenderlo y otros “hegemónico” para denigrarlo.

Aunque la realidad, como siempre, es más compleja y menos monótona, y haya que admitir que el tal orden no ha sido ni lo uno ni lo otro. O, más bien, que ha sido lo uno y lo otro simultáneamente; en ocasiones, más lo uno que lo otro; raramente lo otro sin lo uno.

Se pensó que los bárbaros, tan anhelados como temidos, serían las “nuevas potencias”, potencias emergentes o reemergentes, potencias revisionistas, potencias excluidas que encontrarían, finalmente, su propio lugar bajo el sol. Se pensó que los bárbaros traerían consigo un orden “alterativo”, porque ellos mismos serían una alternativa -a la que le bastaba con serlo para ser deseable-.

Lo que nunca se pensó fue que el fin de ese orden pudiera producirse bajo la especie de una liquidación, más o menos administrada, impulsada motu proprio por su principal promotor y beneficiario. Jamás se pensó que su demolición pudiera hacerse desde dentro, desde el centro del orden, sin que la precediera el asedio, el desafío explícito, el ultimátum que antecede todo colapso. No se pensó, no porque fuera impensable, sino porque es inusual, que la gran potencia simplemente repudiaría su creatura, que echaría por tierra uno de los pilares sobre los que se ha asentado su poderío, que abdicaría de sí mismo.

En síntesis:  nunca se pensó que el bárbaro pudiera llamarse Donald J. Trump, ni que el bárbaro pudiera ser el presidente de los Estados Unidos. Por eso, por muy preparado que cualquiera estuviera para la imprevisibilidad, para la hipérbole y la caricatura, para el exabrupto y el insulto, nadie lo estuvo cuando hubiera sido más necesario estarlo.

Ese momento crucial tuvo lugar la semana pasada, cuando se conocieron las primeras puntadas de una negociación entre Washington y Moscú -muy según el patrón de Moscú- para la terminación de la guerra en Ucrania. Una negociación de la que, hasta ahora, han quedado excluidas la propia Ucrania y la mismísima Europa. Un proceso del cual Ucrania y Europa podrían acabar siendo apenas convidados de piedra y meros testigos notariales, o, en el peor de los casos, terceros notificados por conducta concluyente.

Mientras pasa todo esto y el drama del mundo va desarrollándose según un guion que parece propio del teatro del absurdo, valdría la pena volver a los clásicos.  Los clásicos siempre tienen algo que decir porque son imperecederos, y a ellos se regresa siempre como si fuera la primera vez porque son siempre nuevos.  Volver a Gibbon, a su Decline and fall, que, aunque ya superado por la historiografía posterior, sigue siendo imbatible en la agudeza de su reflexión política, en sus lecciones sobre el orden y el desorden.

*Analista y profesor de Relaciones Internacionales