Los alpinistas saben cuánta preparación, esfuerzo, paciencia, discernimiento -e incluso resignación- requiere alcanzar una cumbre. Saben también que no siempre se logra, pero no por eso dejan de intentarlo. ¿Qué otra cosa es su oficio, sino un constante intento, a veces satisfactorio y exitoso, otras insuficiente y frustrante, casi nunca definitivo, de llegar a ellas?
(Habrá quien diga que no sólo los alpinistas, porque ese es término eurocéntrico y colonial, que invisibiliza otras geografías…Pero, nada pone y mucho quita, decir “andinistas” “himalayistas” o cualquiera otra innecesaria innovación que se haga en nombre de la “inclusión” y a costa de la claridad y la economía, que son virtudes cardinales del lenguaje).
Lo saben también los diplomáticos, a quienes corresponde otra versión del arte de las cumbres.
Y ambos saben, alpinistas y diplomáticos, que, después del ascenso hacia las cumbres, queda el descenso -que no es menos exigente ni riesgoso-.
En eso estarán ahora los artesanos, incluso más que los protagonistas, de las recientes cumbres del G-7 en Cornualles, de la OTAN en Bruselas, y la bilateral, entre Estados Unidos y Rusia, celebrada en Ginebra. Ocupados con el descenso -una forma de aterrizaje, si se quiere-, que consiste en poner en blanco y negro el resultado de cada una de las reuniones, separar el trigo de la cizaña, y trazar el curso a seguir, según ciertas prioridades y con base en refinadas conclusiones, que no siempre coinciden con lo que el observador externo alcanza a ver, por muy sofisticados que pretenda sus prismáticos.
En cualquier caso, quedan más o menos establecidas algunas cosas.
De Cornualles queda la reafirmada retórica del “retorno” de Washington, que aún falta por ver en qué se traduce en la práctica, antes de quedar gastada por el uso. Queda la graduación de China como potencia global, el reconocimiento tácito pero diciente de su estatus; porque, aunque no estuviera, estuvo tan presente como los que estaban -y aún más que algunos de ellos-. Quedan las promesas: la de reconstruir el mundo mejor (¿de lo que ya está ofreciendo, precisamente, China?), y la de vacunarlo; aunque no se sepa muy bien cómo.
De Bruselas, queda otro reconocimiento: que Rusia sigue estando ahí, en el gran juego, -ausencia presente, casi omnipresente, 62 veces mencionada en el comunicado final-. Queda también, anticipado, el próximo “concepto estratégico” de la alianza -tan importante como el propio tratado que la estableció en 1949-, que, entre otras cosas, ampliará la cláusula de defensa colectiva, incluso al espacio exterior y el ciberespacio. Y la advertencia de que Rusia y China deberían aconductarse, sin que se vaya muy lejos en señalar las consecuencias de no hacerlo.
De Ginebra queda un ligero regocijo en Moscú, y algún sinsabor en Washington. Y un recordatorio: que las cumbres no se escalan para encontrar solamente a los amigos -que, además, se pueden perder por el camino-, sino, sobre todo, para ir delimitando el terreno y definiendo las reglas de encuentro con los adversarios.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales