DIANA SOFÍA GIRALDO | El Nuevo Siglo
Viernes, 9 de Noviembre de 2012

Un Cardenal para nuestros tiempos

 

El arzobispo de Bogotá, Rubén Salazar, es un prelado de nuestros tiempos. Conocedor profundo y estudioso de los problemas sociales, apasionado por la paz y llamado a tener en su búsqueda una influyente vocería en público y en privado, inteligente, doctor en patrística, ilustrado, con personalidad firme, pastor, centrado en los padecimientos de los colombianos de hoy, desempeñará un papel decisivo en la adecuación de las estructuras eclesiásticas a las necesidades  de este siglo.

Su nombramiento como Cardenal refleja la visión y las intenciones del Papa Benedicto XVI, dedicado a combinar las verdades eternas con las exigencias de este mundo inestable, azotado por un escepticismo que está convirtiéndose en abierta hostilidad hacia todo lo que signifique reconocimiento de la presencia de un Ser Supremo en nuestras vidas.

Esa animadversión se vuelve cada vez más agresiva contra el catolicismo y adquiere unas formas sofisticadas de persecución contra la Iglesia. Las manifestaciones de fe suscitan reacciones desproporcionadas, como si  la carencia de fundamentos morales fuera una condición  para estar a la moda.

Los líderes de opinión que presumen de tolerantes, se estremecen cuando alguien invoca la religión católica, como parte de sus convicciones.

Las cifras muestran las consecuencias de esa pérdida de valores morales que termina borrando las normas mínimas  de convivencia y están en la raíz de nuestros males. Para citar solamente un ejemplo, lo demuestran las cifras según las cuales la principal causa de muerte de los colombianos adultos es el homicidio. Es decir, los colombianos adultos no se mueren, los matan. El  desprecio por el sagrado derecho a la vida resultó más letal que cualquier enfermedad.

Y seguiremos empeorando si no reconocemos la dimensión espiritual que dignifica al ser humano, y continuamos  caminando agachados, con la mirada fija en el piso, sin mirar al cielo en busca de inspiración.

La Iglesia tiene por delante el deber de despertarnos, de invitarnos a levantar la mirada y recordarnos que somos materia pero sobre todo espíritu.

Como lo tiene, asimismo, en la promoción de la justicia social.                                           

Cierto que la Iglesia somos todos, eclesiásticos y feligreses, pero a la jerarquía le corresponde, también,  una labor orientadora que en estos tiempos va mas allá de lo ceremonial y cubre campos más amplios que el de simplemente orar y esperar milagros.

Su influencia ha sido notoria en muchos  aspectos que esperamos jamás abandone, como la educación y la asistencia social. A ellos hay que agregarles ahora el refuerzo de la formación espiritual de unas generaciones  que no pueden perderse en una espiral de crisis morales.

El nuevo Cardenal enfrenta una tarea difícil: la resurrección de  principios sobre los cuales hay que edificar el nuevo país.

En este Cardenal, los fieles aspiran a tener un guía, cuya labor repercuta en todo el país, como lo hizo antes en las diócesis donde desempeñó su ministerio. Puede tener la seguridad de que sus palabras de fe y esperanza serán orientación no solo para los católicos sino para una nación  que, a sus grandes problemas, no puede agregar  la insensatez de alejarse de Dios.