Los días del desempleado son lentos. Y más en tierra caliente. La cabeza hace las sinapsis que se le antojan. Los acontecimientos de la semana pasada me hacen recordar a Wilson Sandoval, un lustrabotas icónico de la Plaza de Bolívar, de quien fui clienta cuando yo trabajaba en la Casa de Nariño como jefe de gabinete de la primera dama Lina Moreno de Uribe. Cuando el poder a mi alrededor me hartaba me iba a ponerle conversación a Wilson con el pretexto de que mis zapatos necesitaban una manito de betún. Un día me dijo: “Hay gente que cree que por el hecho de que yo limpio las suelas de tanto personaje soy menos digno que ellos. Lo que no saben es que la dignidad no se tasa por el cargo”.
Este aforismo de betún Cherry se lo regalo al ilustre abogado Iván Cancino quien cuando Arturo Char se devolvía por orden paterna a darle la cara a la justicia por sus presuntas actuaciones indignas, clamó en la red X (antes Twitter): “Esperemos (que) se respete su dignidad”.
No sé cuál sea la dignidad del hijo de Fuad. La dignidad es una cualidad que toda persona tiene por el mero hecho de existir y en virtud de la cual el resto de la humanidad le debe respeto. No hay un solo ser humano que tenga más dignidad que otro; pero sí hay indignidades más grandes unas que otras. Por ejemplo, birlar la fe pública.
Pasar de la ley del más fuerte a la ley del más débil, es dignidad. Y esto es un imperativo ético máxime para quienes tienen el privilegio enorme de servir a otros como se supone lo hacen quienes legislan en nombre nuestro.
Lo contrario a la dignidad es la cosificación, la instrumentalización de otro ser humano. Si considero al ciudadano un mero indicador, una cifra, un voto desprovisto de su esencia, como parece hicieron en las elecciones que han llevado a Char a La Picota, no se le quita la dignidad al sufragante, sino que quien lo hace, comete una indignidad, una inmoralidad, una vileza.
Todos portamos dignidad; la misma para todos, sin distingo, sin importar si soy dueño de la Olímpica o lustrabotas como Wilson. En Filosofía esto se llama dignidad ontológica. Y a la manera en que uno se comporte, se le llama dignidad práctica.
Porque el que realiza un comportamiento indigno es indigno en el sentido práctico, aunque, vaya paradoja, no pierda su dignidad ontológica. Y como afirma el filósofo y ensayista español Javier Gomá en su libro Dignidad (Editorial Galaxia Gutenberg): “Nadie puede atropellar la dignidad del otro sin envilecerse, sin degradarse y sin degradar”.
Dignidad es grandeza y también caridad con el prójimo y rechazo a odios y fanatismos. Es el cuidado del alma propia y del alma ajena. Magnanimidad, llamó Aristóteles a esta dignidad en su siempre actual Moral a Nicómaco: “gozar con la mayor moderación de los más grandes honores”.
En un país donde la gente cree en el cuento de que la dignidad humana se define por el cargo, como si los verbos ser y estar fueran la misma cosa, me asusta la entronización de la arrogancia y la elevación de la soberbia a virtud teológica.
Eso sí que es indignidad.