La devastación dejada por el huracán Doria es aterradora y profundamente dolorosa. Las inundaciones, los cadáveres, los barcos y los carros flotando a la deriva, la total destrucción de miles de viviendas, el miedo y la desesperación en los ojos de los habitantes de Bahamas no tiene límite. Es algo que quienes hemos vivido un poderoso huracán reconocemos.
En agosto de 1992 se formó una depresión tropical en la costa atlántica de África. Estas depresiones, comunes de agosto a noviembre, atraviesan el Atlántico moviéndose hacia el oeste y algunas veces, de acuerdo con los diferentes factores climáticos que encuentra en su camino, se convierten en huracanes.
Para el 23 de agosto, dicha depresión era ya el Huracán Andrew, categoría 4, que atravesaba las Bahamas destruyendo todo a su paso, caminos, puertos turísticos y pesqueros, la infraestructura eléctrica y las comunicaciones. Más de 800 viviendas fueron destruidas en el archipiélago.
El 24 de agosto Andrew entró al sur de la Florida convertido en un huracán grado 5, arrasando entre otras cosas, a la base militar del Comando Sur de Estados Unidos, en Homestead.
Luego continuó su paso destructor por el sur de Miami, con vientos de 266 km/h, (165 mph). Más de 1’400.000 personas quedaron sin luz o comunicaciones, 44 murieron. Los daños causados se calcularon en $25 billones de dólares.
Mi vivienda, en Old Cuttler Ridge, quedó totalmente destruida. Mis hijos y yo, el menor de los cuales tenía solo 11 años, que habíamos evacuado el 23, logramos regresar una semana después a donde vivíamos. Nada era reconocible, todo: arboles, casas, señales había desaparecido. Solo había escombros. La Guardia Nacional, que patrullaba el lugar, nos ayudó a encontrar lo que quedaba de nuestra casa: algunas paredes y un arrume de nuestras pertenencias, destruidas por la humedad, la sal de las marejadas y las ratas, zaragüelles y mapaches, que ya habían colonizado el esqueleto de nuestra vivienda.
Muchos lo perdieron todo. Todos nos ayudamos como pudimos. En los primeros días y meses consecutivos, los actos de bondad y amistad, aún provenientes de extraños, fueron memorables. La recuperación fue lenta, pero llegó.
Por años, hablamos con dolor de lo ocurrido. Nadie que haya vivido algo así, lo olvidará. Las catástrofes marcan a la vez que fortifican. Porque es en esos momentos en que se conoce la capacidad de recuperación que tenemos los humanos.
Hoy, luego de habernos preparado para enfrentar a Dorian y de haber tenido la suerte de que nos haya dejado de lado, sentimos total empatía con nuestros vecinos de las Bahamas.
Los equipos de salvamento y las comunidades de la Florida han sido los primeros en prestar ayuda. El dolor de las Bahamas es nuestro. La destrucción es aterradora, los desaparecidos, “centenares, miles”, no se sabe aún el número final de muertos.
Vivir con el temor de enfrentar un huracán es una realidad cuando se vive cerca al mar, en el Caribe, la Florida, el Golfo de México, Luisiana, la Península de Yucatán.
Pavorosos huracanes son un hecho, hoy Dorian, en el 2017, María devastó a Puerto Rico, en el 2005, Katrina casi destruye a Nuevo Orleans, Harvey inundó a Texas. El calentamiento global causará huracanes cada vez peores. Así es la naturaleza y poco podemos contra ella.