La política internacional -como la vida misma- se entreteje con encuentros y desencuentros. Con encuentros que resuelven desencuentros o que los provocan; con desencuentros que imponen encuentros, y otros que discurren paralelos para nunca encontrarse. Lo saben los internacionalistas tanto como los terapeutas.
Acaba de celebrarse la primera cumbre de líderes del QUAD -el Quadrilateral Security Dialogue-, integrado por Australia, Estados Unidos, India y Japón. La primera, sí, a ese nivel, desde su activación en 2004, y luego de su relanzamiento, liderado por la administración Trump. Y, aunque los cuatro socios han reiterado que no pretenden formar una alianza anti-China, ni siquiera una coalición, es evidente que tanto el telón de fondo como la agenda de la reunión tienen que ver, de uno u otro modo, con Pekín y su creciente asertividad geopolítica y diplomática; con las tensiones que recorren la relación de cada uno de ellos con China; con la constatación -agudizada recientemente- de su propia sensibilidad y vulnerabilidad, en distintos ámbitos, frente a ese país. Así eludan, por ahora, llamar a todas estas cosas por su nombre y prefieran -de puertas afuera- eufemismos y circunloquios.
El encuentro, en el que los cuatro Estados han reafirmado su compromiso con la paz, la seguridad y la estabilidad “de un Indo-Pacífico libre y abierto”, antecede a otro que tendrán el próximo jueves, en Alaska, mascarilla a mascarilla, Antony Blinken y Jack Sullivan, Secretario de Estado y Asesor de Seguridad Nacional estadounidenses, con sus equivalentes chinos, Yang Jiechi y Wang Yi. El primero entre ambos países, sí, a tan alto nivel, desde la llegada a la Casa Blanca de Joe Biden, y tras la celebración del Congreso Nacional del Pueblo que, entre otras cosas, adoptó una nueva hoja de ruta para la economía china (el XIV Plan Quinquenal) y asestó un nuevo golpe a la ya bastante acorralada democracia hongkonesa.
Estos dos encuentros escenifican, claramente, el estado de cosas de la política internacional: la rivalidad entre Washington y Pekín -que podrá ser conflictiva o cooperativa, o ambas cosas al mismo tiempo, aunque bajo distintos aspectos-; el variopinto contenido de esa rivalidad -que va desde lo puramente geopolítico hasta lo tecnológico, e incluso lo ideológico (ya va siendo hora de encararlo)-; y su proyección y alcance global. En verdad, dos placas de Petri, para fruición de los internacionalistas, que no tienen otro laboratorio que el que les ofrecen, por un lado, el pasado y sus metáforas, y por el otro, el presente y sus revelaciones (digan lo que digan los que ahora se descrestan con “simulaciones”).
Está por verse a dónde conducirán ambas reuniones, en el futuro próximo y a mediano plazo. En cualquier caso, la estabilidad en Indo-Pacífico depende de la consolidación de un necesario equilibrio de poder; de la configuración de un orden regional cuya legitimidad sea suficientemente reconocida; y de un contrapeso creíble a la tentación que pudiera sentir China, de desafiar el primero y cuestionar el segundo.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales