El Presidente de la Republica, ante los Gobernadores y Alcaldes electos el pasado 27 de Octubre, dijo que “el neoliberalismo de los años 90 fracasó por que pretendió que las situaciones sociales se resolvieran únicamente con las fuerzas del mercado y con frialdad tecnocrática”. Tan certero diagnóstico nunca se había dado desde el centro del poder político. Del descalabro de la “mano invisible” y de lo inane del “goteo” se viene hablando desde hace décadas, cuando se hizo notorio que los gobiernos democráticos habían hecho suya la agenda de la liberación de los mercados y cuando el Estado, maniatado y empequeñecido, había sido incapaz de detener el aumento de la desigualdad que se presentó hasta en los países más prósperos, como los Estados Unidos.
Hoy se llenan las calles de países de todos los continentes con los mismos indignados que surgieron con la crisis financiera del 2008/09, resuelta por el Estado a favor de los bancos quebrados pero irresuelta para la clase media que se vio obligada a vender, a precio de huevo, su vivienda hipotecada. Ha sido el empobrecimiento de la clase media el germen de todos los populismos a través de todas las épocas. Y siempre dan lugar a gobiernos autoritarios desde Pisistrato hasta Chávez.
La admonición del presidente Duque debiera conducir a que nuestro sistema democrático de gobierno se suelte las amarras del capitalismo salvaje y responda a las exigencias de una sociedad angustiada, más informada y deliberante. Es que el Estado se fue despojando de tareas esenciales y fue entregando a la empresa privada la prestación de servicios públicos como la salud y la distribución y comercialización de energía eléctrica, tal y como sucede en Colombia. Por eso el ciudadano casi no sabe en donde está ni que hace el Estado y no registra ni agradece su presencia. Ese aislamiento ha creado distancias que se aumentan debido a que, al mismo tiempo, los partidos políticos dejaron de ser los intermediarios entre el poder y la comunidad.
Hace varios años, el expresidente español Felipe González, planteó si el Estado puede seguir cediendo a los privados los servicios que le son inherentes, dado que el objetivo de la empresa privada es la optimización de los beneficios mientras que el objetivo del Estado es la optimización de los servicios públicos. Pertinente esta consideración en el conocido caso de Electricaribe que ha condenado a los habitantes de la Costa Atlántica a un pésimo servicio de luz eléctrica. Los concesionarios esquilmaron la empresa, no cumplieron con la inversión pactada, no tecnificaron ni actualizaron los procesos administrativos, no extendieron redes ni bombillos, y sí trasladaron las ganancias a sus cuentas privadas. Se volvieron expertos en presentar excusas y anunciar apagones, escudándose en “la cultura de no pago”, cuando se demostró claramente, por expertos barranquilleros, la falsedad de ese pretexto. Y ahora, el Estado, como siempre, debe desembolsar $ 860 mil millones para inversiones en el 2020, busca afanosamente nuevos concesionarios y se ve obligado a crear más impuestos para sanear la empresa.
Antes había manifiesta incapacidad gerencial del Estado. Pero eso es cosa del pasado. El Estado de hoy es más ágil y eficiente. La gerencia publica es de alta calidad y las redes sociales facilitan la supervisión permanente. La preocupación de Felipe González es especialmente válida cuando el sistema democrático está en el ojo del huracán y cada vez se le exige más cantidad, calidad y extensión de los bienes públicos.