En el congreso de Fedegán se hizo gran algarabía con el cuento de que los principales terratenientes del país son los indígenas. Se dijo con una cierta fruición, que exculpa responsabilidades propias, que los indígenas que representan 4,4% de la población del país poseían 66 millones de hectáreas. O sea: lo que tácitamente se dijo fue: dejemos de buscar aguas arriba a los acumuladores de tierras. Debemos dejar de preocuparnos de los despojados quienes hoy buscan afanosamente la restitución de sus tierras que les fueron arrebatadas a sangre y fuego. ¿Para qué? Si ya sabemos quienes son los grandes terratenientes.
Pues bien: las cosas no son así de simples como las plantea Fedegán. Resulta que el Presidente Barco sí les otorgó a las comunidades indígenas grandes extensiones comunitarias en la cuenca amazónica, pero no para que hicieran agricultura ni mucho menos ganadería o minería. Los empoderó del cuidado de un buen pedazo de la Amazonía para que cuidaran la floresta, el bosque y los ríos.
O sea: no se puede honestamente argumentar que, porque las comunidades indígenas tienen propiedad comunal sobre extensas regiones amazónicas, por la razón histórica que acabamos de mencionar, ello significa que en otras comarcas del país gocen de la misma holgura. Por el contrario, en otras partes de la geografía nacional (donde los indígenas viven apeñuscados arrancándole a una tierra estéril su sustento, como es el caso de Boyacá, Nariño, Antioquia, Choco, Córdoba, Cauca, entre otros) la situación es de minifundio asfixiante. Que no está muy lejos de explicar porqué el malestar de los frecuentes brotes de malestar social que allí se han detectado.
Si no queremos seguir viendo “mingas” cada vez más agresivas y brotes de estallido social más frecuentes, hay que empezar por ponerle seriedad y objetividad al análisis de la propiedad agraria en Colombia. Comenzando por la propiedad comunitaria indígena que no debe servir como festón para arrancar aplausos en las asambleas gremiales.
El país tiene entre manos una decisión que debe afrontar con seriedad. ¿Va a darle cumplimiento cabal al punto número uno de los acuerdos de La Habana sobre política rural integral, o va a comenzar a torpedearlo como lo viene haciendo con la JEP?
Los conflictos agrarios del país que están todavía sin resolver, (aunque se han hecho avances inéditos como el trabajo realizado por la unidad de restitución de tierras que tantos enemigos abiertos y embozados tiene, y el laudable esfuerzo para poner en marcha el catastro multipropósito) no se van a solucionar con una caricatura de la situación agraria de Colombia como parece haber surgido de la estadística auto consoladora descubierta por la asamblea de Fedegan.
En el territorio colombiano hay más de cuarenta y cuatro millones de hectáreas dedicadas a ganadería extensiva y cubiertas por praderas descuidadas y suelos degradados. La cabaña ganadera actual nos permite mantener el tercer hato de América Latina para atender el mercado externo y el interno en la mitad del área ocupada. Con un esfuerzo complementario en riego y drenaje en lo que estamos bastante atrasados y de mejoramiento de praderas podríamos liberar 10 o 15 millones de hectáreas para la agricultura moderna, donde pueden convivir perfectamente las grandes, medianas y pequeñas unidades. Somos uno de los pocos países del mundo que puede aumentar en estas magnitudes su frontera agrícola.
Los conflictos agrarios siguen estando a la raíz de buena parte del estallido social que empieza a advertirse en el magma que está saliendo a flote con esta pandemia. Según Planeación hoy hay cuatro millones más de pobres de los que teníamos antes de que llegara el coronavirus. El problema agrario no se va a resolver echándole la culpa a los indígenas, que no la tienen, sino cuando, primero, le demos cabal cumplimiento al acuerdo número uno de La Habana; y segundo, le prestemos la debida atención presupuestal para avanzar hacia una moderna y equitativa política agraria. Pero no como la que parece querer Fedegán.