Durante los últimos cinco siglos, el catolicismo romano ha marcado el rumbo moral, social y político de Latinoamérica. La concepción católica del mundo ofrece un antídoto al egoísmo, reconociendo las obligaciones morales a la familia, los amigos, la comunidad y el país. Sin embargo, también reconoce que el ser humano debe cumplir con estas obligaciones de manera voluntaria, ejerciendo soberanía sobre su vida, participando en la actividad creativa que le corresponde por naturaleza y responsabilizándose de su condición moral.
Es una visión que busca reforzar a la sociedad civil en todas sus manifestaciones virtuosas, y que ve en el Estado la responsabilidad de garantizar orden y oportunidades para la libre búsqueda de la virtud. Por estas razones, la Iglesia ha rechazado inequívocamente al socialismo desde los tiempos de Pío IX a mediados del siglo XIX hasta nuestros tiempos. Todavía tenemos mucho que aprender de esta tradición.
Aun así, según lo revelan los datos de Latinobarómetro, la religión católica se ha debilitado consistentemente a lo largo y ancho de la región en los últimos 25 años. Entre 1995 y 2013, este colapso fue especialmente pronunciado en Centroamérica, donde bajo los auspicios de la mal llamada teología de liberación, sectores importantes del clero apoyaron a movimientos guerrilleros y dictaduras marxistas, privilegiando la construcción de proyectos políticos radicales por encima de la salvación del alma y el florecimiento del ser humano. La mayor reducción se produjo en Nicaragua, un país particularmente golpeado por la tiranía Sandinista, donde el porcentaje católico de la población se redujo en 1.7 puntos, en promedio, cada año.
En casi todos los demás países, con las excepciones de México y República Dominicana, el catolicismo también sufrió retrocesos demográficos, aunque casi siempre de menos de un punto porcentual anual. Las causas del declive fueron complejas, pero para el año 2013, era innegable que se había consolidado como un fenómeno regional, a pesar del gran carisma y coraje de San Juan Pablo II y el rigor teológico del papa Benedicto XVI.
Para quienes ignoraban la situación particularmente desesperada del catolicismo centroamericano, sobre todo comparado con sus contrapartes en México, el Caribe y Sudamérica, era fácil imaginarse que la llegada de un papa latinoamericano, capaz de comprender las desigualdades e injusticias que caracterizan a nuestras sociedades, contribuiría a fortalecer a la Iglesia donde parecía haber perdido su conexión con las masas.
Ante un papa dialogante con los totalitarios de la región e inusualmente crítico con quienes defienden la iniciativa privada, ha venido ocurriendo todo lo contrario. Desde el año 2013, el primero del papa Francisco en su actual posición, hasta el año 2020, el declive del catolicismo se aceleró en 12 de los 18 países observados, incluyendo a México y Brasil, cuyas poblaciones católicas son las más grandes del mundo entero.
Tanto en Venezuela como en Argentina, el sumo pontífice ha sido especialmente cuestionado por su falta de contundencia al criticar a Maduro y al kirchnerismo. La población católica de Argentina ha caído en cuatro puntos porcentuales anuales desde el 2013, mientras que en Venezuela ha caído en 2.1 puntos, ambas cifras sin precedentes conocidos.
Soy católico y lo seré siempre, por lo que me entristece ver a un papa que ha privilegiado al petrismo desde la campaña electoral del 2022 y que posiblemente recibirá dentro del suelo sagrado del Vaticano al Eln, verdugos impenitentes y sanguinarios que atormentan a nuestros ciudadanos con impunidad.
Oremos por una corrección del rumbo, por el bien de los colombianos de todas las religiones.