Hasta hace solo dos semanas, nadie sabía nada de Juan Guaidó.
Hoy, amparándose en artículos como el 233 y 333 de la Constitución, este joven ingeniero industrial es, en la práctica, el presidente interino de Venezuela.
Con apoyos explícitos como el de la Secretaría General de la OEA, del gobierno de Brasil y del Grupo de Lima, Guaidó ha pasado a ser el punto de quiebre en una larga y heroica cadena de resistencia activa del pueblo venezolano frente a la dictadura.
Lejos de ser una aparición espontánea y voluntarista, o el fruto artificial promovido por una camarilla, él es el resultado de los esfuerzos sostenidos de una ciudadanía que aspira, respetuosa, pacífica y legítimamente, al restablecimiento de la democracia.
Para sintetizar, primero se destacan las acciones de la diáspora, de los magistrados del tribunal, Lilian Tintori, María Corina Machado, Borges y Ledesma.
Luego, Enrique Capriles, quien marcó una ruta de protesta e inconformismo aunque para muchos solo haya sido un ejemplo de “oposición funcional” al régimen.
Después aparece Leopoldo López, germen de la disidencia más profunda y creador de un clima de transformación estructural del sistema político a pesar del trauma carcelario.
Y ahora, Guaidó, jefe reconocido de la oposición en la Asamblea que, al asumir las riendas del aparato legislativo, ha recalcado las tres variables claras para materializar la transición: el apoyo popular, el respaldo hemisférico y la actuación de las Fuerzas Armadas.
Con el apoyo popular, cuenta, sin duda alguna, y la movilización prevista para el 23 de enero será la muestra más elocuente del por qué Maduro ya no es considerado por la comunidad internacional como jefe de ese Estado.
Con el respaldo global también cuenta, porque, al fin y al cabo, la simpatía autoritaria de Ortega, Putin o Erdogan no pueden compararse con la firme posición democrática de Europa, Norteamérica y el mencionado Grupo de Lima.
El punto crítico reside, eso sí, en la actuación de las Fuerzas Armadas, controladas en buena parte por complejo sistema cubano de seguridad y defensa.
Pero en la medida en que el entendimiento Brasilia-Washington-Bogotá vaya expresándose en una dimensión humanitaria, y los esfuerzos de Holanda y el Reino Unido en materia militar en el Caribe (no solo en lo concerniente a la controversia con Guyana) sean cada vez más evidentes, la cúpula entenderá que este no es un momento histórico proclive a las dictaduras y que aún hay tiempo para hablar de dignidad y amnistía.
En definitiva, el ‘efecto Guaidó’ no puede medirse solamente en función de “quien puede ser el próximo presidente de Venezuela”.
Precisamente, el secuestro de que fue objeto, clara advertencia de que si no se autocensura le esperan las cadenas y una celda, solo ha servido para incentivar la lucha popular y alimentar la esperanza de convivencia y libertad.
Ese es el verdadero ‘efecto Guaidó’: no es el revanchismo, la venganza o la apropiación del solio presidencial. Es todo lo contrario: reconciliación interna, reconstrucción productiva y cooperación horizontal con los países libres del globo.