Había conocido al ilustre abogado Luis Carlos Galán en la Pontificia Universidad Javeriana cuando, siendo él bien taquillero, lo invitaban a cuanto foro se programaba en el claustro y en los conversatorios del Centro de Estudios Colombianos; por esas calendas sé que estuvo visitando al reverendo padre Gabriel Giraldo, nuestro decano, para confesarse y ponerle la queja de que Pablo Escobar había fijado el precio de $200 millones por su cabeza.
La última vez que lo vi fue por los lados del barrio Sears, mi vecindario de la época, cuando él iba encima de una camioneta, calzando blue jean azul y camiseta roja, con la mano derecha extendida hacia la gente que lo vitoreaba y hasta yo, que no era galanista, sino alvarista, le mandaba saludos desde la calle, porque era un gran hombre y estaba, como Álvaro, destinado a ser presidente de la República. Pero las balas asesinas se atravesaron en el destino de ambos estadistas.
Volví a saber de él el viernes 18 de agosto de 1989, día de su noticia fatal, cuando andaba por los lados de la temible población de Soacha y yo, acompañado de mi hermano Bernardo y de Iván Muñoz, gran amigo salesiano y pereirano, viajamos a Santa Marta, donde llegamos, no precisamente a celebrar las Fiestas del Mar sino como escala hacia Barranquilla el domingo siguiente para ver jugar a nuestra selección Colombia en eliminatoria contra Ecuador, que ganamos, rumbo al mundial de Italia 90.
Llegamos al Aeropuerto Internacional Simón Bolívar pasadas las 8 de la noche, veníamos en el mismo vuelo con Yamid Amat, director de Noticias de Caracol, con quien recientemente había trabajado en esa cadena; pero el destino hizo que Yamid debiera reempacarse en el mismo avión de regreso a Bogotá para comandar el esquema de transmisión del trágico evento. Habíamos alcanzado a chocar sendos vasos de whisky en pleno vuelo, estando en la misma hilera horizontal, solamente separados por el pasillo.
Llegamos al hotel del exfutbolista argentino Yanini, donde pudimos alojarnos, y al entrar al lobby notamos gran algarabía en torno de un TV prendido en cualquier canal repitiendo una y otra vez las imágenes del infame asesinato del prohombre liberal. Parecía una muerte anunciada: su esposa y Germán Vargas le habían recomendado abortar la cita con la muerte esa noche, pero el hombre estaba decidido a encararla y la mafia, su gran enemigo, puso fin a su valiosa existencia.
El día sábado habían decretado ley seca, no por el magnicidio, sino por una masacre de campesinos en Tayrona y de no haber sido por los buenos oficios de mi amigo Juan Ruiz, “Juanillo”, que inauguraba su restaurante españolete por esos días en El Rodadero, nos hubiera tocado ahogar a palo seco el doble guayabo -físico y moral- de los acontecimientos de la víspera. Pero pudimos paliar la pena con aguardiente antioqueño camuflado en pocillos de tinto, para el asombro -y envidia- de los comensales vecinos que debieron pasar la rabia a punta de Kola Román.
Post-it. Paradójicamente, 33 años después, llega a la presidencia un exguerrillero que pretende, aunque lo niegue, eliminar el narcotráfico como delito y, por sustracción de materia, amnistiar e indultar a todos los mafiosos. Fue lo que nos tocó vivir.