El pasado domingo 13 de junio el presidente Duque, luego de recibir en el hospital militar la primera dosis de su vacuna, y cuando el número de muertos alcanza los niveles más alto desde que comenzó la pandemia con cerca de 600 fallecimientos diarios, declaró: “las aglomeraciones son el mayor acelerador de este virus”.
Pues bien: ¿por qué el gobierno se limita a lamentar las aglomeraciones, pero no da el siguiente paso que es prohibirlas? La alcaldesa de Bogotá alertó en sinnúmero de ocasiones que este tipo de reuniones vociferantes y tumultuarias son una barbaridad. Otro tanto reclaman todos los colegios médicos del país. Pero nada se ha hecho. El ministro de Salud, al que por lo visto poco caso le hacen en estas materias, declaró recientemente: “El país no puede seguir permitiendo aglomeraciones y movilizaciones masivas que empeoran la situación epidemiológica en el territorio nacional”, y apostrofó al comité del paro agregando: “la situación de la salud no da más”. Finalizó afirmando que en Bogotá estamos atravesando un momento de “hipercontagio” debido a las aglomeraciones. Pero lo cierto es que de ahí no se pasa: estamos en el peor pico de la pandemia, pero el gobierno- culposamente o por flojera- no actúa oportunamente. Y se limita a lamentarse de las aglomeraciones.
El orden público no solo se preserva aplicándole medidas de autoridad a los vándalos y a los depredadores del mobiliario urbano. También hay un orden público asociado al mantenimiento de la salud; que el gobierno tiene la obligación de preservar actuando oportunamente con regulaciones preventivas.
¿Y cómo puede actuar oportunamente? Declarando que los derechos fundamentales a la salud y a la vida prevalecen sobre el derecho a la protesta, así éste se ejerza pacíficamente. Pues cuando dicha protesta se realiza de manera tumultuaria en marchas donde es imposible aplicar normas de bioseguridad, resulta imperioso prohibirlas. No se ha actuado de esta manera, sin embargo. Y hoy tenemos que conformarnos con escuchar lamentos tardíos del gobierno quejándose de las aglomeraciones que no prohibió a tiempo. Y cuando ya es probablemente tarde pues los contagios han tomado una dinámica mortífera inatajable.
Ahora que se van a reiniciar las negociaciones -según anuncia el doctor Archila- en 200 puntos regionales, y cuando el comité del paro anticipa que va a convocar manifestaciones rotativas para preparar proyectos de ley con las pretensiones del “pliego de emergencia” que serán presentados al congreso a partir del 20 de julio, actuar bajo la guía del principio de precaución sanitaria resulta apremiante. El balance del paro y los bloqueos es desolador: los destrozos causados a la economía se calculan en la enorme suma de $11,9 billones. Cifra que es casi equivalente al total de lo que piensa recaudar el ministro de Hacienda con la nueva reforma tributaria.
Es indispensable entonces que el gobierno tenga en claro que no es permisible de ninguna manera que en los 200 puntos regionales adonde ahora se trasladan los diálogos haya aglomeraciones. Igual prohibición debe regir para las convocatorias que realice el comité del paro que, de darse bajo la forma de reuniones tumultuarias, atizarían aún más el riesgo de contagios a lo largo y ancho del país.
El mensaje es entonces muy claro: la prohibición de las aglomeraciones no debe quedar sujeta a la gaseosa voluntad de los promotores de las reuniones contaminantes y difusoras del virus, sino que debe ser el gobierno, en ejercicio de sus indelegables facultades de policía sanitaria, el que las prohíba terminantemente.