Cuenta Eduardo Lemaitre en su biografía del general Rafael Reyes que cuando en 1905 el antiguo territorio del estado del Cauca fue mutilado para sacar de allí varios departamentos, le preguntaron al maestro Valencia qué opinaba. Respondió: “nos quitaron los mejores potreros, nos quedamos con la casa de la hacienda y apenas nos dejaron el mangón de los terneros”.
Pues bien: ese mangón es actualmente el departamento del Cauca, al que le ha caído toda suerte de males en los últimos tiempos: cultivos ilícitos y narcotráfico asfixiante; reclutamiento de menores; permanentes asesinatos de lideres indígenas y comunitarios; minería ilegal ;un problema agrario inocultable; paramilitarismo; enfrentamientos entre grupos narcodelincuentes y el Eln como acontece en el municipio de Argelia; destrucción despiadada de los ecosistemas en el macizo central; pobreza en la costa y miseria en la zona andina; conflicto permanente con los ingenios del norte del departamento. En fin, todas las plagas.
Un informe reciente da cuenta, por ejemplo, que a la fecha hay 16.544 hectáreas sembradas en el Cauca con coca. Los frentes de las disidencias Carlos Patiño, Jaime Martínez y Dagoberto Ramos mantienen lucha mortal con el Eln para ver quien se apodera de los corredores estratégicos de la droga. En este solo año se registran 2.213 familias desplazadas y en el municipio de Argelia se estima que han tenido que abandonar el territorio 5.464 personas. Los grupos violentos han reclutado últimamente 272 menores que son carne de cañón para los narcotraficantes. Un estado impotente frente a los señores de la guerra y del crimen.
Hay naturalmente otras varias regiones en el país con iguales o similares problemas que merecen también toda la atención. Parece que la paz no hubiera llegado en absoluto a estas martirizadas comarcas. Las fuerzas de seguridad lucen -a pesar de sus esfuerzos- desbordadas.
En otro estudio que se divulgó esta semana en el que se analizó el grado de satisfacción ciudadana con la implementación de los acuerdos de paz y la percepción de seguridad en los territorios PDET (encuesta del PNUD denominada “Escuchar la paz: dimensiones y variaciones en la implementación del acuerdo final”) la región del Cauca fue una de las pocas donde la satisfacción con el proceso de paz no ha mejorado, sino que ha retrocedido, y la percepción de seguridad se ha deteriorado.
El problema indígena sigue latente y es muy grave. Las comunidades indígenas resienten el desinterés gubernamental en dialogar con ellas. No sería sorpresivo que en los meses venideros viéramos resurgir la protesta de la minga que esta semana arribó a Cali.
Tampoco es válida la excusa que a menudo se escucha de las fuerzas retardatarias según la cual los indígenas tienen demasiada tierra en Colombia, y que por lo tanto no hay nada que hacer con el problema agrario del Cauca. Para afirmarlo suman equivocadamente los inmensos resguardos que en tiempo del presidente Barco se adjudicaron a las comunidades indígenas para que ayudaran a cuidar el bosque amazónico con la situación de los resguardos andinos. Argumento que no desvirtúa la estrechez de tierras en que se debaten muchos de los resguardos caucanos.
Todo lo anterior lleva a la conclusión que el Estado con toda su capacidad (represiva contra el crimen y de apoyo al olvidado desarrollo social) tiene que hacerse presente y pronto. La batalla para recuperar el Cauca se está perdiendo. Es apremiante un plan masivo y rotundo que logre rescatar aquella comarca, volcando todas las palancas estatales en una acción coordinada y contundente.
No podemos seguir con reacciones homeopáticas ante las tragedias que allí se anuncian a diario. Los inocuos consejos de seguridad “post mortem” frente a los asesinatos cotidianos de lideres comunitarios e indígenas no sirven de gran cosa. La viabilidad del departamento del Cauca se está desmoronando.
Ya no es el mangón de los terneros de que habló el maestro Valencia: es una comarca entrañable sembrada de muerte, de crimen y de olvido estatal.