Hace un par de días, tras conseguir acceso por meras peripecias del destino al archivo completo de la prestigiosa revista The New Yorker y en un ataque de patriotismo rubicundo que sólo podría achacar al rezago de un cierto guayabo leopardil, me dio por teclear la palabra “Bucaramanga” en su buscador histórico, una de esas chiquilladas informáticas que uno solía hacer de pequeño. El resultado que obtuve fue tan fascinante que no me dejó otra alternativa más que agradecerle retroactivamente a mi niño interior por seguir vivo a pesar de la treintena de primaveras que ya me acompañan.
Tras algunas antiguas publicidades bocetadas que invitaban a viajar a Colombia como destino exótico a mediados del Siglo XX y una que otra mención suelta de la ciudad que ya en su momento no importaba y ahora mucho menos, descubrí el texto “Un Reportero en Egipto – El Aterrizaje del Cabo Miranda”, firmado por A. J. Liebling en el último ejemplar del año 1956. Aquel artefacto literario del pasado que narra el desembarco de la primera misión de los cascos azules de la ONU me hizo sentir como un Indiana Jones moderno y me empujó a saltar de lleno en el polvoroso sumidero de su relato.
Según la crónica, Ricardo Rey Miranda, bumangués de tan sólo 19 años en aquella época, fue el soldado número mil en pisar suelo egipcio como parte de un piloto para testear la viabilidad de una milicia internacional dirigida por el Consejo de Seguridad de la ONU que sirviera como garantía de paz para países en situación de emergencia. Preguntado sobre qué se sentía estar allí, el cabo Miranda respondió con la cándida e inocente genialidad de aquel que no entiende la magnitud del evento canónico que está viviendo: “Genial, es tan caliente como Bucaramanga”. Atrapado en la barahúnda del desierto, el cabo Miranda y sus colegas de Dinamarca, Suecia, Noruega, Yugoslavia y la India eran la última esperanza de un presidente Nasser en horas bajas.
Pero lo más curioso del material de Liebling no es sólo que nos haya presentado al más famoso cabo bumangués del que nunca hayamos oído hablar, sino que su testimonio se lee con una inquietante atemporalidad que te deja la descorazonada certeza de que tras casi 70 años de su publicación (que se dicen pocos) nada ha cambiado en Colombia. Seguimos exportando combatientes a conflictos foráneos porque desgraciadamente somos potencia mundial matando gente y lo hacemos en tales cantidades que el mismísimo autor se sorprendió por contar con “suficientes colombianos a la mano como para formar un batallón sudamericano”.
Cada vez que me embarco en estos proyectos temporales con la esperanza de desenterrar los vestigios literarios de nuestro país en el extranjero me doy con el muro de un ideario colectivo sobre una república bananera, caliente por el sol del trópico (“con el que los colombianos estaban complacidos por estar acostumbrados a él” en palabras de Liebling) y con la violencia imbuida en las venas. ¿Acaso eso es realmente todo lo que somos? Por la memoria del cabo Miranda, espero que no.