Se llamaba Silvia. Sí, Silvia Sin-apellido. Recuerdo que su regalo fue el más particular de todos los que ese día entregaron en aquella piñata conjunta que organizaron mis padres para celebrar el cumpleaños de los mellizos. No era un juguete sino un libro, de hecho el primer libro que alguien me regalaría jamás. En su portada un perro de tres cabezas aullaba a la luna y un unicornio corría al borde de un pozo mientras un niño con capa atrapaba una alada esfera dorada. Sus 250 páginas fueron todo un reto para mi yo de 8 años, pero recreo tras recreo rápidamente se agotaron y fue así como terminé por conocer el mundo mágico de Harry Potter.
Pero todo eso fue antes del boom. Cuando nadie conocía a aquel mago de gafas y conseguir los tres tomos publicados de sus aventuras era una travesía en la Bucaramanga de antes del cambio de milenio. Fueron varias las vacaciones en las que simplemente me senté a leer durante horas en la terraza de la casa, esperando a descubrir cómo Harry eludiría a los temibles Dementores de Azkaban, capturaría al Basilisco que andaba suelto sin bozal o superaría las pruebas del Torneo de los Tres Magos. Para cuando me di cuenta, su popularidad se desbordó y la ciudad entera se había contagiado del nuevo fenómeno global.
Hoy cuando conmemoramos 20 años de la publicación del primer ejemplar, es indudable la influencia trascendental de los personajes de J.K. Rowling en la construcción de la primera generación de niños lectores y la consolidación de ese género llamado “literatura juvenil” que actualmente goza de buena salud, pero que en aquel entonces era un arriesgado salto al vacío del que la editorial Salamandra nunca se arrepentirá. Los 8 relatos de Harry Potter jamás serán candidatos a un premio Nobel, pero podrán ufanarse en el olimpo literario de haber hecho un aporte mucho mayor a la lectura que el de algunos anónimos laureados.
Es muy difícil que volvamos a ver algo parecido en el futuro cercano. Harry Potter no solo se convirtió en una máquina de hacer dinero, sino que además se implantó en la historia como uno de los personajes literarios más recordados y queridos, logrando que su fama traspasara la frontera del papel y permeara todo a su alrededor. Está más que asegurado su lugar en el panteón de las letras universales al lado de Elizabeth Bennet, Atticus Finch, Jay Gatsby, James Bond, Sherlock Holmes, y en la mesa de noche de mis futuros hijos.
El mundo le agradecerá a Rowling el día en que en un tren de Manchester a Londres escribió sobre una servilleta “Cap 1. El Niño Que Vivió”, pues le dio rienda suelta a un universo que continuará viviendo en aquella perpetua inmortalidad de la que sólo los libros pueden presumir en su intensa batalla contra el olvido. Y gracias a Silvia Sin-apellido, quien con su decisión de no regalarme un balón ese día de octubre cambió mi vida para siempre.