Al momento de escribir este artículo están sobre la mesa de las comisiones económicas del Congreso 160 propuestas de enmienda al articulado de reforma tributaria presentada por el ministro Restrepo el pasado 20 de julio. Cerca del 40% de ellas versan sobre el otorgamiento de nuevas gabelas o subsidios que, de aprobarse, significarían más gasto público no presupuestado.
Este proyecto de reforma se había dicho que estaba concertado. Este alud de enmiendas hace pensar lo contrario. Quizás se dieron unas explicaciones y hubo algunas giras previas por el país del ministro Restrepo. Pero las abigarradas propuestas de adiciones presentadas en los últimos días hacen pensar que estamos muy lejos de poder hablar de un proyecto de reforma previamente concertado. Y que tampoco tendremos una esbelta ley fiscal de 35 artículos como jubilosamente se había anunciado.
Es cierto que esta es la manera como se desenvuelve usualmente la discusión de cualquier reforma tributaria. Tanto más cuando se discute en la última legislatura de un gobierno que ya tiene el sol a la espalda, lo que hace brillar su gran debilidad. El gran reto del ministro de Hacienda en los días que vienen consiste en evitar que su reforma tributaria la vayan a convertir en un costoso queso gruyere las jaurías parlamentarias, decretando inconsultos gastos fiscales.
Como si no fueran pocas las gabelas que ya carga el pesado árbol de los privilegios tributarios; problema que puso al descubierto la comisión que el propio gobierno Duque llamó. Y a cuyas recomendaciones pocas bolas le ha puesto por cierto el propio gobierno convocante.
Al proyecto gubernamental le han aparecido también enemigos que desestiman el esfuerzo que se está haciendo para reinstalar, a partir del 2023, el funcionamiento de una regla fiscal. Definida sobre nuevos parámetros técnicos, el principal de ellos consistente en que las barreras fiscales se definan no solo en función de un déficit público infranqueable sino de un ancla resultante de niveles de deuda pública que no se pueden sobrepasar en ningún momento salvo grave emergencia debidamente sustentada. Sería un grave error hacerles caso a estos técnicos de última hora.
Durante el 2021 y 2022 será necesario continuar con una política de gasto público expansiva pues la emergencia fiscal que planteó la pandemia está lejos de haber desaparecido. Pero a partir del año 2023, que es cuando debe reintroducirse la regla fiscal, es indispensable que el mensaje a los mercados sea contundente: Colombia retorna a la frugalidad fiscal, a los déficits moderados y al endeudamiento decreciente en sus cuentas públicas.
Los enemigos de reintroducir la regla fiscal han alegado que el gobierno que se posesionará el 7 de agosto del año entrante encontrará en ella una camisa de fuerza. Y es cierto. Pero precisamente de eso trata toda regla fiscal: que haya muros cortafuegos objetivos para controlar la prodigalidad en el gasto público deficitario.
Así la reforma tributaria que se discute por estos días no sea de carácter estructural, que ciertamente no lo es, no es menos cierto que la fisonomía con que salga aprobada será crucial para asegurar la futura sostenibilidad fiscal del país. Es claro que al nuevo gobierno le corresponderá completar el ajuste que esta reforma no alcanza a concluir. Así lo reconoce el actual gobierno cuando admite que un 1/3 del ajuste requerido queda como herencia para el gobierno que se posesionará en un año.
Pero es claro que si la reforma que actualmente se discute la dejan llenar de nuevas gabelas en provecho de sectores con capacidad de lobby, o si sirve para decretar más gastos de lo prudente, o si por timidez se deja de insistir en una nueva regla fiscal que entre en aplicación a partir del 2023, las cosas en vez de facilitarse se harían inmensamente más complicadas.