Cuando Porfirio Barba Jacob vivía en San Salvador, en 1917, le tocó presenciar el terrible terremoto que azotó a la capital del que se conoce como el pulgarcito de América Central: El Salvador. De aquella terrible experiencia el poeta dejó un interesante libro de vivencias.
El domingo pasado hubo otro terremoto en El Salvador, ya no de carácter telúrico sino político: el partido del presidente Nayibe Bukele arrasó en las elecciones parlamentarias. Hasta el punto de que borró del mapa político a los dos partidos tradicionales salvadoreños: el frente Farabundo Martí y Arena. Todo hace pensar que podrá inclusive gobernar solo sin tener que recurrir a ninguna coalición política.
Bukele es un personaje sui géneris. Autoritario y mediático. Metió al recinto del Parlamento al ejercitó cuando éste no quería aprobarle alguna iniciativa. Todo hace pensar que irá por su reelección mediante una reforma constitucional, ahora que ha marcado una preeminencia indisputable en la escena política de su país.
Hace poco invitó al expresidente colombiano Álvaro Uribe para asistir como observador a las elecciones que tuvieron lugar el pasado domingo. Uribe se excusó. Pero no me sorprende la invitación. Ambos comparten visiones comunes sobre muchas cosas. La principal de ellas es su desgano con relación a los acuerdos de paz que se celebraron en sus dos países. El acuerdo de paz en El Salvador se suscribió hace diez años luego de una de la más sangrienta guerra civil que haya presenciado Centro América. Bukele descalifica estos acuerdos y los tilda como “una farsa”. Ambos son amantes del Twitter. Bukele no deja de mandar trinos todo el día, y de esta manera orienta la política de su partido y la del país. Se dice que prefiere el mensaje electrónico de las redes sociales a las manifestaciones públicas. Con sus 39 años, hijo de padre palestino, hay quienes lo comparan con un nuevo Fidel Castro pero de derecha.
El uso y el abuso de la fuerza pública por parte de Bukele se han vuelto proverbiales. Y de la mano dura. Tiene a raya a las temibles mafias de los “maras salvatrucha”. La foto de centeneras de ellos amarrados a la espalda en una cárcel del Salvador le ha dado la vuelta al mundo. Los centros de reclusión están llenos de ciudadanos que no cumplieron con disciplina las órdenes impartidas durante el confinamiento del coronavirus. Ha montado una guardia severa en las fronteras para vigilar y castigar a los salvadoreños que pretendan emigrar hacia los Estados Unidos. Mantiene una disciplina de hierro envuelta en un discurso juvenil. Se hace llamar el “presidente cool” de América Central.
Las remesas en estos tiempos de estrechez siguen siendo el principal ingreso de divisas de sus conciudadanos. Mantiene una pelea casada con todos los otros poderes: el legislativo y el judicial. Y no ha necesitado negociar con nadie para nombrar fiscal y contralor de bolsillo. O para conformar su gabinete. No le rinde cuentas a nadie. El único que de alguna manera le ha urgido moderación son los Estados Unidos. Durante los 20 meses que lleva en el poder ha gobernado por decreto, y poco le ha importado que el Congreso no le acepte sus proyectos. Y si es necesario mete su guardia pretoriana al recinto mismo del poder legislativo, como para que quede claro quién manda ahora en el pulgarcito centroamericano.