Pekín acaba de anunciar, lacónicamente, que de ahora en adelante no permitirá más la adopción de niños chinos por familias extranjeras. La única justificación que ha dado es que la decisión es congruente con las normas internacionales y refleja las tendencias actuales. Ante la ausencia de mayores explicaciones, los analistas apuntan al hecho de que la población china ha disminuido ya dos años consecutivos, y que la tasa de natalidad del país es una de las más bajas del mundo.
El régimen que durante más de 30 años promovió rigurosamente la “política de un solo hijo”, ensaya ahora toda suerte de fórmulas para promover la natalidad. No es una cosa menor: a lo largo de su historia, China ha encontrado en las dimensiones de su población uno de sus principales factores de poder. Y aunque sigue siendo uno de los países más poblados del mundo -quizá sólo superada, recientemente, por India-, no es el momento, dada la situación económica, de prescindir del recurso humano del que ha dependido, en buena medida, su impresionante crecimiento.
La coyuntura demográfica china no es una peculiaridad. Patrones similares se observan en casi todo el mundo, con la notable excepción del África subsahariana (que en lo que queda del siglo podría triplicar su población). La más reciente estimación de la ONU sugiere que, si se mantiene la tendencia, en 2100 la población mundial habrá disminuido un 20 %. Acaso es esta la tendencia actual a la que se ha referido la portavoz china, sin llamarla por su nombre.
La demografía está de regreso, con toda su relevancia geopolítica, política, económica y social. El Reporte de Riesgos Globales de 2024, elaborado por el Foro Económico Mundial, advierte que la demografía es uno de los factores (“fuerzas estructurales”) que tienen el potencial de afectar materialmente la velocidad, la propagación o el alcance de los riesgos mundiales.
Mientras unas sociedades se contraen, otras se expanden; unas envejecen y otras son desbordadas por un raudal de juventud, muchas veces sin poder ofrecer a las nuevas generaciones más y mejores oportunidades -como ya ocurre en África, que al terminar la década concentrará el 42 % de los jóvenes de todo el mundo-. Los desafíos que esto plantea son enormes, y abordarlos demanda una perspectiva de largo plazo que brilla por su ausencia, así como estrategias menos obvias que, por ejemplo, los incentivos a la procreación (que han resultado poco o nada efectivos).
Los servicios educativos y sanitarios, la sostenibilidad de las pensiones, los sistemas fiscales, el mercado de trabajo, las identidades y las mentalidades, las prácticas culturales, la cohesión social, los flujos migratorios, incluso la competencia geopolítica, entre otros, experimentarán el impacto cada vez más intenso y profundo del cambio demográfico en curso y la bifurcación que lo caracteriza.
Colombia no será inmune a esta dinámica. De hecho, los síntomas empiezan a percibirse, y a una velocidad creciente: durante el último año, la tasa de natalidad se contrajo un 14 %. Un dato revelador de lo que está pasando en el país que, según su gobierno, es “potencia mundial de la vida”.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales