En buena parte de los actuales debates políticos y culturales reina el relativismo, uno de los fenómenos más sobresalientes de la cultura dominante. Cultura en la que la noción de verdad -decir de algo que es lo que es. Adecuación de la cosa y el intelecto- ha ido desapareciendo, convirtiéndose todo en opinable y relativo o en “posverdad”, porque todo “depende de” la posición, los gustos o las ideas de las personas: todo es relativo a la posición del sujeto y a sus peculiares intereses.
Hay un relativismo consciente, de quienes advierten que adoptan posturas relativas e incluso argumentan a favor de ellas defendiendo el relativismo de manera absoluta. Es como si dijeran que pasamos de un mundo sin dogmas, a un mundo en el que el único dogma es el relativismo. Tanto así que la mayoría de la gente asume un relativismo inconsciente, que le viene dado por las costumbres, por los medios de comunicación o sencillamente por imitación de lo que hacen los demás.
Y el relativismo tiene consecuencias sociales. Lo que más se afecta es la ética en general, y la ética pública en particular. Si todo da lo mismo, si todo depende de la óptica de donde se mire, es casi imposible hablar de una ética con principios válidos para todos. De ahí que a lo que más aspiran muchos es a una ética por consenso democrático, de manera que lo único que vale como referente conductual es, en el fondo, lo legal adoptado por los métodos democráticos. Por esto, buena parte de los debates culturales se consideran superados mediante el positivismo jurídico que sostiene que la ley es la única medida del bien y del mal, pues no hay ninguna instancia superior o anterior.
Es esta una de las raíces de la exacerbación del discurso de los derechos humanos, hasta el punto de que la Corte Constitucional ha llegado a otorgar derechos ya no solo a los seres humanos sino también a los “sintientes” (animales) y a los “vivientes” (ríos). Aún más, se llegó al punto de que, una vez despenalizado el aborto, para muchos se convirtió en “derecho fundamental”. No sería pues extraño que, si también se despenalizara el incesto y la inasistencia alimentaria, los machistas y abusadores sexuales se sintieran sujetos de nuevos derechos.
Lo cierto es que contrariamente a la noción misma de relativismo, la democracia se erige en principio supremo, a la cual se remite todo el sistema de decisiones de una sociedad.
Ya no importa la verdad sobre el ser humano como punto de partida de cualquier consideración ética, sino la visión de la realidad condicionada por las opiniones humanas. El reino de lo opinable es el reino de lo relativo en el que, en últimas, es el individuo autónomo quien decide qué es verdad o no según lo considere bueno o malo para sí mismo. Se reduce la verdad a la opinión y todas las opiniones son válidas así sean contrapuestas. Cada uno es libre de hacer lo que quiera mientras no se tope con una ley que lo ataje, no con algún principio ético.
Sin embargo, y pese a su apariencia de “autonomía liberadora” el relativismo empata con el escepticismo que no es propiamente una virtud que ayude al ser humano a avanzar en su realización.
Es que, como afirma José Ortega y Gasset “la verdad es una necesidad constitutiva del hombre (…) este puede definirse como el ser que necesita absolutamente la verdad. Es lo único que esencialmente necesita el hombre”.