Hace un tiempo fui invitado por el gobierno de Israel a conocer algunas facetas de su sistema de seguridad y defensa.
En ese contexto, visité Emaús, a menos de 15 kilómetros de Jerusalén, y pensé que había conocido el camino. Pero estaba equivocado.
Ese camino, recorrido por Cleofás y su acompañante hace dos mil años, solo puede ser verdaderamente conocido cuando se recorre en los retiros espirituales que llevan su nombre y que centenares de laicos emprenden cada día en más y más lugares del mundo, al amparo de la Iglesia.
Solo entonces se comprende por qué estaban tan abatidos los dos que recorrían el sendero y que de repente se encuentran con aquel que les pregunta por la aflicción que les embarga.
Solo entonces es posible entender por qué los dos no querían que el desconocido se alejara justo cuando declinaba el día y les invadían las tinieblas.
Solo entonces se siente el estupor y la alegría que también ellos sintieron cuando aquel hombre, al momento de la cena, parte y les da el pan.
Al reconocerlo, los caminantes de Emaús comprenden la verdadera esencia de esa fe que compartimos como hermanos durante el largo trecho recorrido a su lado: ¡Jesús ha resucitado, está con nosotros y es en Él en quien confiamos!
De hecho, aquel hombre no era un libertador más y, sobre todo, tampoco había muerto en Jerusalén como pensaban los que de allí partían desolados, desesperanzados.
Por el contrario, lo que Él hizo fue renovar el vínculo sagrado, la confianza suprema, y reavivar en ellos, como en todos nosotros, la fuerza que como caminantes nos permite decir, al unísono : ¿Acaso no arde de gozo nuestro corazón cuando Él nos explica por el camino las Sagradas Escrituras ?
Si Dios no se muda y con Él nada nos falta, lo que el Retiro de Emaús permite es que escuchemos, en medio de la angustia, la voz de aquel que está en la puerta de la casa y llama.
Al abrir esa puerta, al compartir con Él la mesa, comienza una fiesta llena de cantos y alabanzas en la que aflora majestuosa la presencia intercesora de nuestra dulcísima Madre.
Es la fiesta interminable que compartimos hombro a hombro con todos nuestros hermanos, verdaderos soldados del Señor: ¡hombres y mujeres al servicio de Dios!