Un buen ejemplo de que la opinión pública no coincide con el sentido común es la manera en que se ha tratado la experiencia de la autodefensa en Colombia. Porque el ejercicio de la autodefensa es de esas actividades que la gente hace, pero no dice que hace: tan natural es el defenderse que pocos son los que se detienen a justificarse al respecto. Sin embargo, desde que varias organizaciones denominadas de “autodefensa” se empezaron a atribuir funciones de contrainsurgencia desde la década del ochenta del siglo pasado, el ejercicio de la autodefensa se dice se extralimitó y desvirtuó por sus abusos contra la población civil a la que le atribuía complicidad con las organizaciones insurgentes que las mencionadas “autodefensas” decían combatir.
El cúmulo de masacres y desplazamientos forzados por las autodefensas lleva a cabo una escala desaforada cuando se alían entre sí y dan forma a las conocidas Autodefensas Unidas de Colombia en 1997, las afamadas AUC. La real o supuesta complicidad de la Fuerza Pública con dichas organizaciones de autodefensa, ya sea por acción u omisión, ha hecho que para diversos estudios oficiales u oficiosos, las “autodefensas” hayan tenido una indiscutible naturaleza “paramilitar”, es decir, que su actuación era complementaria o supletoria de la acción contrainsurgente de la Fuerza Pública.
La desmovilización de las AUC en 2006 no dejo satisfecho a detractores ni a promotores de la autodefensa, puesto que para los primeros el legado criminal de las AUC persiste y, para los segundos, los objetivos contrainsurgentes de las AUC quedaron sin llevarse a cabo. Desde entonces, se ha configurado ante la opinión pública una matriz hegemónica, madurada por la academia progresista y oenegera que solo llora por el ojo izquierdo, que filtra todo análisis sobre la autodefensa con una condena unánime sobre su ejercicio, generalmente atribuyéndole a quien se atreva a estudiar el fenómeno de una manera favorable, una inaceptable complicidad con la impunidad asociada al legado criminal de los coloquialmente llamados “paracos”.
La verdad es que la autodefensa es inevitable en la medida que la provisión de seguridad por cuenta del Estado pretenda ser monopólica ya que, por lógica, si nos tomamos en serio el supuesto del monopolio, el Estado debería brindarle un escolta a cada ciudadano para protegerlo de manera efectiva o encerrar a los ciudadanos en campos de concentración para protegerlos eficazmente con sus guardias: se entiende que ambas soluciones no solo son económicamente inviables sino éticamente indeseables. A lo menos que se puede llegar es que determinadas medidas de seguridad, como por ejemplo la contrainsurgencia, sean atendidas de manera exclusiva por la Fuerza Pública, relegándoles a los particulares y empresas de seguridad privadas una función colaborativa pero subordinada a la seguridad que provee del Estado; colaboración que se entiende debe prestarse de manera diligente sino se quiere caer bajo la sospecha de ser cómplice de la insurgencia a combatir.
No otra cosa como lo anteriormente descrito era lo que funcionaba en Colombia hasta que entró a jugar un factor como la política de prohibición de las drogas del gobierno de los Estados Unidos. Dicha política no ha hecho sino mantener un alto precio de drogas como la cocaína, lo que sin duda han aprovechado grupos insurgentes y posteriormente contrainsurgentes para financiar su actividad, por lo que no es extraño que la dinámica de confrontación entre dichas organizaciones replique, a una escala mayor, la lucha típica de la mafia por el control de tan lucrativa actividad económica. De no haberse penalizado la economía de la droga, la autodefensa seguramente no se habría corrompido: aún no es tarde para asimilar tan importante lección.