Llueve sin piedad ni cordura en esta Colombia esquizofrénica en donde nada se decanta: ni barro ni agua ni noticias. A veces queda tiempo entre sucesos para tomar aire o recordar versos. “Si imposible es hacer tu vida como quieres/por lo menos esfuérzate/cuanto puedas en esto: no la envilezcas nunca”, se lee en Cuanto puedas (1913), un poema de Kavafis, griego inmortal, menos manoseado que el tergiversado, citado y recitado Ítaca.
Envilecer. No pienso ya en la Ley Mosaica, para qué, si en Colombia es cosa en desuso. Me acuerdo de las palabras de un prohombre vallecaucano, Álvaro H. Caicedo, mi director a principios de los 80 en el Diario Occidente de Cali, mientras trataba de que yo entendiera las honduras de una ciudad corrompida por la mafia: “Aquí parece que la única moral vigente es la de la mata de mora”.
Mejor voy al diccionario de la RAE para entender a los viles de nuevo cuño, que no son barriobajeros como los capos de entonces, sino dizque “bien nacidos”, quizás bien criados y muy educados. Envilecer es “(…) hacer despreciable algo o a alguien. Hacer que descienda el valor de una moneda, un producto, una acción de bolsa, etc. Rebajarse, perder la estimación que tenía”.
Paradoja. Porque estos personajes han podido hacer algo más que llenar sus arcas para poder consumir ad infinitum baratijas perecederas como al final resultan ser todas las cosas que se pueden adquirir con monedas. Se envilecieron porque pudieron. “Porque tengo poder puedo”, es como su lema.
Otras lluvias como estas torrenciales de marzo borrarán el rastro de estos envilecidos sin más mérito que su estupidez. Necios que desatendieron los Idus de marzo: “Las grandezas teme, oh alma/. Y si vencer tus ambiciones/ no puedes, con cautela y reservas/ síguelas”.
La lista de envilecidos es larga y como en El Sueño de las Escalinatas de Jorge Zalamea “¡Crece la audiencia! (…) Todo este esplendor de cobre y de ladrillo; de piedra y de oro; de mármol y de plata; de olorosas maderas y lucientes cuarzos; toda esta enceguecedora sucesión de los Templos que sustentan a los Palacios aquí mismo, sobre las escalinatas, reflejándose orgullosamente en el sucio espejo cómplice del río”.
Somos cómplices. Y tan viles como los nuevos pillos porque nos gusta hacernos los bobos para vivir frescos como lechugas, sin tomar partido porque ellos son nuestros vecinos, aliados de negocios, amigos de toda la vida o al menos, gente conocida.
Estamos envilecidos.