Tengo fatiga y a quién le importa me digo yo que apenas soy nadie y además estoy consciente de ello y no me afecta. Fatiga profunda en la que ya no quepo ni yo misma y menos aún El Septimazo, tan inútil en su mirada de la realidad desde la ética, la más grande de las entelequias en esta Colombia de la posverdad.
Tengo fatiga y a quién le importa me digo yo mientras releo en el Ensayo sobre el Cansancio de Peter Handke que “(…) la fatiga profunda inspira” y que una fatiga generalizada nos reconciliará, aunque no lo creo, porque hace rato nos acompaña esa sensación de cansancio, hastío, molestia, penalidad y sufrimiento que la RAE dice que es la fatiga y que la ciencia describe como “pérdida de la resistencia mecánica de un material, al ser sometido largamente a esfuerzos repetidos”.
Tengo fatiga y ahora mi corazón lo sabe, me digo mientras recuerdo una frase del Papa Francisco en su paso por nuestra tierra: “(…) la cultura del encuentro no es pensar, vivir, ni reaccionar todos del mismo modo; es saber que más allá de nuestras diferencias, somos todos parte de algo grande que nos une”.
Tengo fatiga y a quién le importa me digo yo si es la nuestra la sociedad de las conexiones, de los likes en Facebook, con los que se anula la dicha de ir al encuentro del otro, reducido a una cosa que hace cosas, un ser pasivo a merced de nuestra voluntad y nuestros pequeños poderes.
Tengo fatiga me digo yo como en el poema del chileno Vicente Huidrobo: “Marcho día y noche como un parque desolado. Marcho día y noche entre esfinges caídas de mis ojos; miro el cielo y su hierba que aprende a cantar; miro el campo herido a grandes gritos, y el sol en medio del viento. (…) Tomo asiento, como el canto de los pájaros; es la fatiga lejana y la neblina; caigo como el viento sobre la luz. (…) Caigo de mi alma. Y me rompo en pedazos de alma sobre el invierno; caigo del viento sobre la luz; caigo de la paloma sobre el viento”.
Tengo fatiga me digo yo, mientras Momo ronronea a mi lado y trae a mi mente en automático, como si fuese émula del surrealismo, a ese Momo sobrecogedor de Michael Ende, cuyo personaje sabía hacer algo que no sabemos nosotros ni como individuos, ni como ciudadanos y por lo cual estamos lejos de ser colectivo o nación: escuchar: “Escuchar es algo que muy pocos hombres pueden hacer. (…) Ella se quedaba mirando al otro (…) y el otro en cuestión sentía cómo de pronto se le ocurrían unos pensamientos de los que jamás hubiera sospechado”.
Tengo fatiga me digo yo, pero cómo no si somos autistas y oímos al otro sin escucharlo, como si sus palabras fueran el ronroneo de un gato y no el llamado de auxilio de un alma, el grito esperanzado de alguien acallado, una súplica de amor.
Tengo fatiga me digo yo, mientras leo las noticias de siempre, en los medios de siempre, producidas por los de siempre y leídas por los de siempre, impotente como soy para “desenredar la compleja madeja de los desencuentros” de la vida cotidiana.