El informe divulgado esta semana, que recoge las observaciones y recomendaciones formuladas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos tras su visita de trabajo a Colombia, al fragor del llamado “paro nacional” -que fue eso y otras cosas, y cada vez más estas y menos aquello-, no debería haber sorprendido a nadie.
Entre otras razones, porque dice cosas que la CIDH ya ha señalado anteriormente. Pero, también, porque el enfoque y énfasis que pone en ciertas cuestiones, mientras elude otras, es el que corresponde a la naturaleza de la Comisión y, más en general, a la de cualquier órgano o agencia de derechos humanos. A fin de cuentas, estos existen para monitorear, verificar, investigar y calificar la conducta de los Estados y sus agentes, sus acciones y omisiones, a la luz del derecho internacional de los derechos humanos. Por regla general no les corresponde pronunciarse sobre la conducta de los particulares, por atroz e infame, criminal y lesiva que sea de los derechos y libertades de otros particulares. Para eso están, en primer lugar, las competencias propias de las autoridades nacionales, el derecho penal y la jurisdicción interna de los Estados; y, si fuera el caso, el derecho penal internacional -que es harina de otro costal-.
Desde el más estricto punto de vista jurídico, sólo los Estados “pueden” violar o poner en riesgo los derechos humanos, en tanto sobre ellos recaen, de manera directa e inmediata, las obligaciones derivadas del derecho internacional de los derechos humanos.
Y, además, porque la CIDH se debe a su galería, de la que deriva su pretensión de legitimidad.
Como sea, el informe de marras acabó suscitando el previsible debate entre dos polos opuestos cuyas lógicas reflejan dos posiciones que, a la postre, son igualmente engañosas y nocivas.
Por un lado, se oyeron las voces de los fetichistas del derecho internacional (de los derechos humanos). Para ellos, el derecho internacional es, en sí mismo y por defecto, más perfecto y moralmente superior que el derecho nacional; y quienes lo invocan, oráculos sobrenaturales. Para ellos, las observaciones de la CIDH son verdades reveladas; sus interpretaciones jurídicas, dogmas infalibles; su doctrina, ortodoxia incuestionable; sus recomendaciones, mandatos imperativos que hay que acatar so pena de incurrir en contumacia.
Por el otro, hablaron los anatematizadores. Los detractores de oficio del sistema interamericano de derechos humanos. Los conspiranoicos, cuyo temor al diablo acaba confiriéndole más poder que al mismo Dios (de lo cual el diablo, sin titubear, se aprovecha). Los que condenan a la CIDH por ser lo que es y no otra cosa, con lo cual pierden la oportunidad de apuntar a dónde debería apuntarse.
Ambas posiciones no son más que distracciones. El fetichismo no resuelve nada. El anatema tampoco. Lo que vivió el país -y aún vive y vivirá- por cuenta del “paro nacional” y sus secuelas es de tal entidad, y plantea preguntas tan importantes sobre el ejercicio legítimo de la autoridad y la práctica responsable de la ciudadanía, que amerita un debate muy distinto.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales