El genocidio -los actos ejecutados sistemáticamente con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal- constituye, fuera de discusión, uno de los crímenes más abominables. La repulsa que merece hunde sus raíces en lo más profundo de la conciencia moral de la humanidad, y, jurídicamente, se traduce en el hecho de que las normas sobre genocidio constituyen ius cogens (un latinajo que remite a la más alta categoría del derecho internacional, a normas de orden público universalmente vinculantes, que no admiten pacto ni reserva en contrario… La máxima expresión, mejor dicho, de la legalidad internacional).
No podría ser distinto, y esa es, quizá, una de las mejores formas de honrar la memoria de las víctimas. Tras el frío lenguaje jurídico de la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio, adoptada en 1948, está la aterradora evidencia de los que fueron perpetrados durante la II Guerra Mundial (entre ellos la Shoá, particularmente execrable por el largo historial de antisemitismo que la antecedió y contribuyó a hacerla posible), y resuena el eco del testimonio de los sobrevivientes. Que las obligaciones derivadas de esa convención pesen actualmente sobre todos los Estados, con o sin su expreso consentimiento, y hayan devenido también fuente de responsabilidad penal individual internacional (a la luz del Estatuto de Roma), es condición necesaria -aunque insuficiente como lo demuestra la suerte reciente de los yazidíes a manos del Estado Islámico-, no sólo para evitar el olvido, sino para erradicar la práctica del genocidio, en todas sus formas y manifestaciones.
A ese propósito coadyuva también el reconocimiento como genocidios de episodios de la historia moderna que, con arreglo a los más elementales parámetros, califican como tales.
Hace apenas un mes, el presidente estadounidense, Joe Biden, lo hizo en relación con los armenios víctimas de las atrocidades cometidas en el Imperio Otomano contra esa población entre 1915 y 1923. Las consideraciones geopolíticas más coyunturales que hayan podido influir en ella no empañan la rectitud de su decisión. Las que haya tras bambalinas -que las hay-, tampoco empañan el reconocimiento hecho el pasado jueves por el presidente Macron de la “abrumadora responsabilidad” francesa -ya que no de su culpa ni complicidad- en el genocidio ruandés de 1994. Y hay que justipreciar también, en este orden de ideas, el hecho por Alemania, justo un día después de la declaración de Macron, de la suya propia por el genocidio de hereros y nama a principios del siglo XX, en lo que hoy es Namibia, tras un acuerdo con ese país.
Resulta muy contraproducente, en cambio, abusar del término, como se hace a veces, torturarlo hasta hacerlo decir lo que no quiere, someterlo al anacronismo, o banalizarlo para expresar un juicio emocional sobre situaciones que, aunque deplorables y condenables, no son genocidio. Porque cuando cualquier cosa es genocidio, se corre el riesgo de acabar olvidando lo que el genocidio es y ha sido, con toda su gravedad y su perversidad.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales