No es nada sencillo superar la lucha ni la competencia. Al fin y al cabo, llevamos seis mil años viviendo y validando esa forma de vida.
Gracias a la gran antropóloga, sociolingüista y profesora de UCLA Marija Gimbutas, hoy podemos reconocer que ni pelear ni competir son acciones naturales en el ser humano: son comportamientos aprendidos, resultado de una visión de mundo basada en la fuerza de la guerra y no en el poder del amor. Insisto en que el amor no es el limitado, y necesario, concepto romántico sobre las relaciones y la vida: es una fuerza, la más poderosa que existe y que da origen a todo lo creado. Para quienes se interesen en el tema les recomiendo empezar con La totalidad y el orden implicado, del físico cuántico David Bohm. Todas las tradiciones sagradas de sabiduría plantean lo mismo desde hace milenios. La separación entre la ciencia y la espiritualidad está llamada a ir desapareciendo; para ello se requiere desarrollar ciencia con consciencia de unidad.
Sabemos por la profesora Gimbutas que hubo culturas europeas durante el Neolítico que estaban conectadas con los principios femeninos de la creación, con la Diosa. Había gran valoración por la vida, la energía, la sabiduría y el amor: las relaciones consigo mismo, con otras personas, la naturaleza y el mundo se fundamentaban en esos valores esenciales, que fueron cambiados por competencia, lucha y muerte con el arribo de los Kurgos y su cultura de guerra. Como humanidad sí hemos conocido períodos de paz y armonía, de conexión con el gozo de la existencia, desde el reconocimiento de las totalidades. Sin embargo, hoy nos genera más excitación derrotar al otro, obtener un primer lugar a cualquier costo, sentir la gloria del vencedor que se recrea en la desgracia del vencido, estar exaltados del lado de quienes ganan y construir solidaridades momentáneas a partir del abatimiento ajeno, victorias pírricas que terminan por deshumanizarnos cada vez más. Usamos, muchas veces sin darnos cuenta, un lenguaje de guerra que hemos hecho cotidiano y transmitimos de generación en generación.
Las ideologías contemporáneas, sean políticas o religiosas, están construidas con base en esa lógica no natural de segmentación: son al mismo tiempo herencia y perpetuación de la guerra. Las derechas y las izquierdas nos han puesto a pelear, lo continúan haciendo, pues se siguen concibiendo cómo excluyentes y no complementarias; las posturas de centro tampoco han sabido hacer balance, convocar a una real unidad. Con las religiones pasa algo similar: se tiran piedras unas a otras, cada cual reclama para sí la Verdad y descalifica al resto. Afortunadas excepciones de diálogos políticos, ecuménicos e interreligiosos confirman la regla, pero aún no tienen la suficiente fuerza para concretar propuestas integradoras. Seguimos fragmentados y así seguiremos mientras continuemos naturalizando la lucha y no el amor, mientras sea más “normal” competir que colaborar. No necesitamos cambios de ideologías, sino de consciencia. Seis mil años de historia no se superan en cien; pero, es preciso apostar por seguir construyendo masa crítica...