El derecho internacional suele ser reactivo. El camino que condujo al Pacto Briand-Kellogg y a la Carta de San Francisco fue pavimentado con la tragedia dos guerras mundiales. Dos bombas atómicas, una carrera armamentista, y la amenaza de destrucción mutua asegurada, precedieron al Tratado de No Proliferación Nuclear de 1968; y sólo recientemente entró en vigor el Tratado para la Prohibición de Armas Nucleares. Sin Sputnik ni Apolo, no hubiera habido jamás un tratado sobre el espacio ultraterrestre en 1967; y, si no fuera inminente la exploración y explotación civil de la Luna, Marte, los cometas y los asteroides, no se habría adoptado el Acuerdo Artemisa el año pasado.
El derecho internacional llega siempre después y nunca antes. A veces, incluso, llega tarde. Pero llega.
Tal vez ha sido preciso experimentar la Covid-19 y todas sus consecuencias, que siguen sin dar tregua, para empezar a pensar, seriamente, en un tratado internacional sobre pandemias. Un instrumento nuevo (y novedoso) que refuerce el régimen sanitario internacional, y que corrija las fallas de la gobernanza global de la salud, que los acontecimientos del último año han puesto en evidencia. Nadie duda de su pertinencia, y varias voces han subrayado su necesidad: el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel; el Pandemic Mitigation Project, una ONG que ha presentado ya un primer borrador; la Junta de Vigilancia Mundial de la Preparación, que ha recomendado convocar una cumbre de Naciones Unidas para definir un marco internacional para la gestión de emergencias sanitarias; y el Panel Independiente de Preparación y Respuesta ante Pandemias, de la Organización Mundial de la Salud, entre otras.
Quizá el palo no esté aún para esa cuchara. Pero hay que ir abonando el terreno para un proceso que, desde luego, no será rápido ni sencillo. Quienes asuman el liderazgo público para promover la iniciativa deberán tener no sólo paciencia, sino sentido de oportunidad, y criterio para priorizar metas concretas y compromisos realizables, sobre principios metafísicos y aspiraciones imposibles. Se requerirá talento, además, para justificar ante audiencias diversas, estresadas, frustradas, descontentas y angustiadas, esa priorización y los resultados que se vayan derivando de ella. También, para encontrar socios y aliados; y para involucrar, más allá de los Estados y las organizaciones internacionales, a una pluralidad de partes tan diversas como sus intereses, sin las cuales -tal como está quedando demostrado- es imposible la gobernanza eficiente, efectiva y eficaz de las pandemias.
Sería iluso creer que un tratado integral sobre pandemias será una panacea, o que está a la vuelta de la esquina. Pero hay cómo avanzar, gradual y acumulativamente, en la dirección correcta. Las cuestiones fundamentales han sido identificadas: monitoreo de riesgos, fortalecimiento de la investigación, mejoramiento del sistema de alertas e información, y aseguramiento de suministros. En otras áreas de la gobernanza se han ensayado ya, exitosamente, algunos diseños y herramientas que podrían servir de referencia. Pero, sobre todo, es mucho lo que el mundo ha aprendido por cuenta del covid-19, como para desaprovecharlo.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales