HORACIO GÓMEZ ARISTIZÁBAL | El Nuevo Siglo
Domingo, 28 de Septiembre de 2014

Reformas y corrupción

 

A  la virtud no la destruyen únicamente los crímenes, a la virtud también la destruyen las indolencias, las faltas, la tibieza en el amor a Dios, a la patria, a los semejantes, los malos ejemplos, gérmenes de corrupción; no solo lo que es ilegal, sino todo aquello que sin ir en contra de las leyes las elude, las rechaza; no lo que las anula, sino lo que las debilita y las hace olvidar.

En uno de mis viajes a EE.UU. me decía míster Johnson, catedrático de la Universidad de Nueva York. En Norteamérica delinquen los criminales profesionales. Ese es un perverso oficio. Pero en América Latina casi todos cometen delitos e infracciones. El que no hace trampa a sus semejantes, roba al Estado no pagando impuestos; el que no contrata un sicario, mata conduciendo en estado de embriaguez; el que no estafa adquiere bienes a sabiendas de que fueron robados o provienen de contrabando.

Imperan aforismos odiosos y detestables: robar al Estado no es delito; hay que hacer plata honradamente y si no se puede hacer plata honestamente, hay que hacer plata de todas maneras; los primeros mil millones se hacen de cualquier manera que la honradez viene después poco a poco. En algunas regiones no faltan los abogados que les dicen a sus clientes “Cuénteme su problema, claro que de enredarlo me encargo yo”. Los bienes públicos son como pilas de agua bendita a la entrada de las iglesias. Allí todos meten las manos. Los colombianos somos más curiosos que apasionados en las tareas o en los estudios.

Somos más rumbosos que hospitalarios. Entramos a la guerra como mariscales, a los negocios como gerentes, al Gobierno como ministros y al Congreso como senadores. Pensamos que lo sabemos todo, sin haber estudiado con método y sistema.

Pasamos de la embriaguez inmotivada de la ilusión, al colapso anticipado de la derrota. En algunas regiones se frecuenta el licor, en otras el juego, en casi todas las aventuras no edificantes. En las clases bajas son muchos los mitómanos, los cleptómanos, los estafadores, los amigos del dinero fácil. Multitud de ciudadanos practican el “todo vale, o aquello de que “el fin justifica los medios”.

Prevalece el signo de la postergación: no hagas mañana lo que puedas hacer pasado mañana. El paisa es audaz, hábil comerciante, civilista y empresario; el costeño es extrovertido, superficial, alegre, hace de la vida una fiesta. El santandereano convierte la franqueza en agresividad, dice si o dice no, detesta la ambigüedad y la frivolidad. El tolimense es valiente, tenaz, de odios implacables, vehemente, duro y cuando se altera nadie lo contiene en su ferocidad. El caucano es vanidoso, cultiva la autoestima, piensa que es de sangre azul; se enorgullece de sus grandes hombres y destaca figuras.

Al colombiano lo mueve más el fanatismo que la convicción. Se confiesa, se da golpes de pecho, da limosnas. Cumple con el rito externo. Pero en la realidad no vive de acuerdo con las exigentes metas cristianas. Se constata un desencuentro entre lo que se piensa y se hace. Predica los ideales del Quijote, pero actúa como un pobre Sancho Panza.

En nuestro medio no conocemos la tolerancia, fundamento de la civilización política. Ni la verdadera democracia que reposa en el respeto a las minorías. Vivimos entre la demagogia y el caudillismo. Queremos las tripas del adversario…