El Salmo 8 contiene esta afirmación: “Yavéh, Señor nuestro… ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él…? Apenas inferior a un dios lo hiciste, coronándolo de gloria y esplendor”. Hagamos resonar la pregunta: ¿Qué es el hombre? Una cuestión que habría que retomar cada día para saber qué hacer con nuestra vida, con la vida de los demás, con la humanidad entera. Qué hacer, en efecto, con este ser hecho solo un poco inferior a un dios, lleno de gloria y esplendor. Ni más ni menos. Y, desde luego, qué no hacer con este ser creado de forma tan espléndida y completa. Me queda la fuerte impresión de que en no pocas de las afirmaciones y las acciones que se emprenden en torno a la vida humana, hay un profundo desconocimiento de lo que el hombre y la mujer son, de la grandeza y potencia con que han sido dotados por su Creador y, también, de sus límites tan frágiles que asoman rápidamente a la hondura del abismo insondable.
¿Qué es el hombre? Pregunta que debe preceder toda acción de cada persona sobre sí misma. Que debe preceder toda tarea institucional sobre quienes reciben los efectos de su actuar. Cuestión que nunca debe ser omitida por el aparato educativo, el médico, el asistencial, el religioso, el de seguridad. Pero la reflexión sobre lo que es el hombre es una responsabilidad ineludible de la academia, de los teólogos, los antropólogos, los centros de pensamiento, los escritores, las personas de profunda oración y meditación. Luces, y muchas, sobre este tema le faltan al mundo actual. La actual “antropología” a base de estadísticas, estudios de la banca, cuentas de los sistemas de seguridad social, etc, ha terminado por construir una imagen como de cosa utilizable a capricho y desechable a gusto, de nosotros, los seres que deambulamos por el orbe terráqueo.
Urge volver a elevar al lugar que naturalmente le corresponde a la persona. Se le ha asimilado peligrosamente a la condición de simple objeto de inventario, con fecha de caducidad. Se dispone de su vida con demasiada alegría y simpleza y también de su muerte, como si no fuera paso definitivo a la trascendencia. Se le ha quitado, no obstante todo discurso seductor en otro sentido, su autonomía dentro de los límites propios de un ser creado, que no es Dios. Se le ha seducido con aguas que no quitan la sed y con alimentos que no nutren el sentido de la vida. No se debería nunca olvidar que también la Escritura dice que somos “partícipes de la naturaleza divina”.
Es, pues, el hombre, un ser hecho a imagen y semejanza de Dios y esto no es un mito, sino el gozne que lo vincula a la verdadera grandeza eterna. Muchas fuerzas presionan para que como en el viejo Génesis, el hombre se arrastre como la serpiente seductora. Algo han logrado. Pero ahí no hay ninguna grandeza, sino constancia de polvo y tierra. “Despierte el alma dormida, avive el seso…” decía Machado, en este caso, para recordar lo que el hombre es en verdad y no dejarlo mover de allí para no caer en la oscuridad de lo que no tiene ni da sentido.