Desde la opinión, quienes observamos desenvolvimiento de las actividades públicas estamos en el deber de expresar nuestras inquietudes acerca de ellas, a hacer advertencias y a dejar constancias.
Una reflexión prioritaria es la relacionada con la característica fundamental de nuestra organización política: aquella en la que hicieron énfasis los delegatarios a la Asamblea Constituyente de 1991, y en la que han insistido numerosas sentencias de la Corte Constitucional desde 1992: el Estado Social y Democrático de Derecho (Art. 1 C.P.). ¿Lo es de veras el actual Estado colombiano? ¿O, por el contrario -como muchos nos tememos que ocurre-, no pasamos de las declaraciones, las formalidades, las promesas electorales y los lemas, y la manera como operan nuestras actuales instituciones no corresponde a esos ideales en los que creemos los demócratas?
Algunos elementos de juicio para una respuesta. Hace cuatro años se llevó a cabo un plebiscito para establecer si el pueblo colombiano aceptaba o no el Acuerdo de Paz firmado por el presidente Santos con las Farc. En las urnas ganó la opción negativa, pero -a ciencia y paciencia de la Corte Constitucional- el Congreso asumió (se tomó) el papel del pueblo, dio por refrendado el texto y dictó normas de rango constitucional y legal para su implementación y desarrollo. Eso no es democrático. Como no lo es que, existiendo denuncias serias sobre posible compra de votos en el proceso de elección del actual presidente de la República, éste no salga -como debiera hacerlo- a reclamar que se adelanten todas las investigaciones electorales y penales por las autoridades competentes, para disipar cualquier duda, de modo que el asunto sigue en la penumbra.
Por A.L. 3/11 se modificó la Constitución, y de manera expresa se aplazó indefinidamente la vigencia del Estado Social de Derecho, so pretexto de la sostenibilidad fiscal. Y la Corte Constitucional no encontró reparo.
Elemento fundamental en un Estado de Derecho consiste en el control político sobre el Gobierno y la administración. No lo está ejerciendo el Congreso. Las cámaras citan a un ministro; no asiste si no quiere, con cualquier disculpa; lo vuelven a citar; no concurre, con otra disculpa, y los congresistas la aceptan sin ningún sentido crítico.
Sobre un asunto tan delicado como la invasión por el Gobierno de la órbita propia del Senado en lo que atañe al tránsito de tropas extranjeras por el territorio, nada reclama oficialmente el Congreso; se desobedece una orden judicial, y es probable que la moción de censura propuesta sea mayoritariamente denegada.
Ningún examen se hizo este año en el Congreso sobre los muchos decretos legislativos dictados por el Gobierno al amparo del Estado de Emergencia, pese a los perentorios mandatos del artículo 215 de la Carta. No hubo control político, ni control legislativo.
El Ejecutivo, en un sistema de separación funcional, no debe sentenciar, ni decir a los jueces cómo resolver sobre asuntos a su conocimiento. Debe permanecer en su ámbito de competencia y dejar que los jueces y tribunales decidan, y acatar las sentencias. Pero en la práctica suele acontecer exactamente lo contrario. Y muchos fallos son ignorados, tergiversados o incumplidos.
¿Estado de Derecho?