Hoy es el día de los inocentes. Una leyenda aterradora que enseña la histórica arbitrariedad del poder, lección que ha sido aprendida en todas las latitudes. Quien ejerce el poder, es una regla, tiende a abusar de él. Las teorías sobre su fundamento oscilan entre lo político y lo religioso. Un análisis profundo de estas aparentes manifestaciones diversas conduce a una misma causa: el poder religioso y político se suman para imponerse acogiéndose a un “concubinato”; una alianza vulgar que, descansando en supuestos míticos y totémicos, justifica la coacción y la violencia como argumento de su razón teleológica.
¿Cuál es la causa última u original de esta condición? Difícil respuesta. No obstante podría apelarse a dos conocidas tesis expuestas por afamados pensadores: Rousseau y Freud. Predicaron ellos que “el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe” y su contrario produjo escándalo cuando sin empacho afirmo que: “el niño es un perverso polimorfo”. Con estos postulados se explica la teoría del despotismo ancestral e instintivo del hombre.
Para prevenir esas supuestas taras se han establecido métodos enderezados a reprimirlas. Con ese fin decidió Herodes, Rey de los Judíos, “vacunar” a los menores de dos años en el territorio de su reino, pues del Mesías se hacían pronósticos que no convenían a los intereses de las hegemonías imperantes. En otras épocas no se acude al infanticidio; se promueven la ignorancia y el hambre, una estrategia invisible que asesina la libertad para proteger a los privilegiados.
Freud, en su planteamiento, sostiene que para evitar esa amoralidad del inocente es necesario estimular los frenos inhibitorios, es decir, construir una lista de valores conscientes que gobiernen su conducta, el súper yo; Rousseau se inventa el contrato social para impedir que el mal imperante en la voluntad ególatra sea combatido por una voluntad colectiva: presión social.
Todo esto ha fracasado. Para deducirlo solo me basta recordar de una conversación con el doctor Álvaro Gómez, en México, cuando le sugerí acoger, en la Constituyente, la presunción de buena fe como una regla de derecho para acabar con la dictadura de la legislación de los porteros. Fue una ilusión. La carta acuñó dos reglas en ese sentido, artículos 83 y 84, pero hoy sigue imperando el despotismo y la arbitrariedad del gobernante; la presunción de culpabilidad y la creencia de que todos los ciudadanos deben ser contribuyentes.
Comenzamos el año con la matanza tributaria. Herodes-Cárdenas impone, para beneficio de su clase, la ley del tributo para arremeter a un pueblo económicamente “inocente” y sus “representantes” aplauden y aprueban, durante solo tres días de discusión, el patíbulo que sacrifica a los pobres. ¡Qué ironía en un Estado Social de Derecho!
Estas y muchas otras actitudes del poder despótico son la prueba evidente de que la democracia y todo el discurso retórico de las constituciones no son más que eso: una ilusión, un espejismo para sacrificar a los inocentes humildes y desprotegidos